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Tomás Maíllo, delante de la mesa de su taller en el que trabaja la piedra de Villamayor y rodeado de una buena parte de sus obras FOTOS: ALMEIDA
El arte de moldear: así se da vida a la piedra de Villamayor

El arte de moldear: así se da vida a la piedra de Villamayor

Tomás Maíllo desgrana sus horas y horas acompañadas de una infinita paciencia para, a base de golpe con maza y cincel, esculpir y embellecer el emblema de Salamanca

Martes, 18 de abril 2023, 19:51

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En una mesa de poco más de un metro y medio de alta y una superficie cuadrada, de ochenta por ochenta, bajo el poderoso foco de una luz blanca que cuelga de la lámpara del techo trabaja Tomás la piedra franca de Villamayor en su pequeño taller, en el que se agolpan en dos de las cuatro paredes los trabajos realizados. En las otras dos se apilan, en una, las piedras aún vírgenes a la espera de su turno; y en la otra, las más variadas herramientas. Una estufa templa el pequeño local y ayuda a quitar la humedad a las areniscas que previamente ha reblandecido para facilitar el trabajo. Un amasijo de herramientas se recogen en un pequeño cuenco, otras cuantas se reparten desordeandas por la mesa, que se convierte en el centro de operaciones.

Al otro lado del mandil de artesano se resguarda el menudo cuerpo del artista, de poderosa y larga cabellera plateada. De mirada feliz. La felicidad y el temple que aporta el paso del tiempo. Acariciando la piedra descumple años. En el pecho aparece grabado su segundo apellido, Maíllo, por el que se le conoce. A base de horas dedicadas a su pasión, le da vida y forma a las piedras que en su estado natural no la tienen. Allí, en la intimidad y en el silencio roto por una radio que sintoniza una emisora musical, con cada obra rejuvenece un poco la vida que roba el tiempo.

Cada uno lo intenta frenar con un aliciente diferente. Tomás brega el paso de los días moldeando la arenisca charra, improvisando formas, ideando figuras. Arte en estado puro que brota de las prodigosas manos de quien se ha hecho a sí mismo. Ni escuela ni libros. Tampoco maestros aunque él lo sea. Tiene setenta años, disfruta de su pasión a la que ya le ha dedicado más de la mitad de una vida escrita a golpe de maza y cincel. Enfila esquinas, rebaja piedras, moldea formas, saca dibujos imposibles o pule bordes. De sus pequeñas manos brota el arte, las tiene cubiertas de una leve película de polvo que desprenden los minúsculos pedazos que dinamita con una concisión admirable. El impacto más sensible para moldear sin romper. El pulso preciso para ir quitándole las alturas a la piedra que irá descubriendo la filigrana.

Dice que la técnica que tiene la ha aprendido él solo... El aprendizaje más básico: “acierto-error”, puntualiza con una tímida sonrisa en la boca. “El oficio hace maestros, hay que tener mucha afición. Igual que un torero de los de antes, cuando no había escuelas y eran autodidactas. Podían ver a alguien, y a base de ver y hacer aprendían”, dice Tomás Maíllo.

De fácil corte y talla, la arenisca la coge de la cantera de Villamayor, de donde dice salen las mejores piedras: “La arenisca la hay en todo el mundo, pero el grano es más grueso y no es tan bonita como esta, que se da solo aquí, la más fina. No toda la cantera es igual, depende de las corrientes, de las alturas, ahí salen los colores y las vetas que le dan los minerales. Si es toda del mismo color es más bonita”, comenta Tomás Maíllo antes de poner en valor el tamaño del grano de la piedra: “El mismo trabajo hecho en dos piedras diferentes queda mejor si tiene el grano más fino, luce mucho más”. Y ahí pone de manifiesto un secreto que no lo es: las horas y la paciencia elevada al cubo, que es la clave del éxito. Paciencia, paciencia y paciencia. Las horas dan la experiencia. Y esta el tiempo. Antes del manejo de la maza y el cincel aparece otro requisito fundamental: “Te tiene que gustar mucho el dibujo y se te tiene que dar bien. Eso es primordial”, desvela Tomás Maíllo quien dibuja directamente sobre la piedra que trabaja las formas que luego va a esculpir. Los dibujos no se pueden calcar, cada obra tiene un tamaño diferente, unas formas distintas: “Aquí los patrones no existen”, advierte.

Las líneas iniciales van desapareciendo a medida que va metiendo el cincel en las entrañas de la piedra que vacía. Las diferentes alturas que va rebajando le aporta las dimensiones y el volumen. Desemboca en una obra de arte: “Lo más difícil es que tenga una expresión”, matiza el artista que, aunque trabaja las más variadas formas, se ha especializado en los escudos heráldicos. Previamente lo ha dibujado sobre la piedra y en el canto de la misma ha fijado con el mismo lapicero la altura máxima a la que va a llegar el vaciado cuando entren en acción las mazas y los cinceles, que irán interviniendo de mayor a menor tamaño en función de la minuciosidad del motivo que vaya esculpiendo. Cada cincel tiene una “boca” diferente y perfectamente afilada para ir comiendo la piedra. Los más finos y estrechos los emplea para hacer las letras y detalles más pequeños. Es lo único que utiliza en una tarea en la que no hay margen de error. El fallo condena la obra y si llega no queda otra que empezar de nuevo. Los detalles “hay que sacarlos en seco”, concreta. Para el rebaje inicial y los dibujos más grandes, Maíllo humedece la piedra previamente para facilitar el desalojo del material sobrante. Las piedras con las que trabaja tienen entre ocho y doce centímetros de grosor.

Con brochas y cepillos de finas y suaves cerdas aplica una ligera fricción para quitar el polvillo de la piedra rebajada y apreciar los fallos que irá puliendo: “El mayor problema es que se abra, suele pasar por un mal golpe o de meter y sacarla mucho del agua”. Para conservar la humedad mientras labora las mete en bolsas de plástico en lo que llega al remate definitivo. Vaciada la piedra y hecha la forma, le pega un baño para quitarle la arenilla antes de barnizar con una laca que la fijará y protegerá ya de por vida.

La vida de la piedra como protagonista de un oficio artesanal y vocacional. ¿Con futuro? El artista lo ve con optimismo aunque sea consciente de los problemas de un mundo de prisas en el que se orilla y no se valora el trabajo artesanal: “Creo que no se perderá, si hay piedra siempre habrá gente que la trabaje...” Los puntos suspensivos ponen al arte contra las cuerdas y lo deja al albur de las nuevas generaciones.

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