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Creo recordar que la muerte de Franco fue el primer acontecimiento que me llevó a sentarme delante de una máquina de escribir. Y menos mal que no tenía hora de cierre, porque tardé un buen rato en copiar con un tecleo infantil lento e inseguro aquel texto tan solemne que publicaba el diario local un 21 de noviembre. Se trataba del testamento político del tipo que había gobernado este país con mano de hierro y lo había leído el día anterior por televisión un demacrado y tembloroso Carlos Arias Navarro, a la sazón presidente del Gobierno o lo que fuera aquello. Lo hizo en la “primera cadena”, y tuvo tal seguimiento nacional que hoy rompería todos los audímetros. Hacía poco tiempo que en casa había entrado la primera máquina de escribir, una Olympia Traveller portátil, y el crío que yo era entonces decidió que el discurso póstumo de Franco parecía lo suficientemente importante como para estrenar el nuevo juguete familiar.

Llegó el Rey, luego Adolfo Suárez y con Torcuato Fernández Miranda iluminaron un atajo hacia la democracia que reclamaba el país y nuestro entorno internacional. Aquel período sería bautizado después como la Transición, una vez que hubo transcurrido el tiempo suficiente para ver los hechos con perspectiva. Hay quien sostiene que esa Transición concluyó con las primeras elecciones democráticas en 1977; otros, que con el triunfo socialista en 1982. Yo también lo creía hasta que todo lo que está pasando en este país de un tiempo a esta parte me ha hecho pensar que tal vez la admirada y elogiada Transición no haya terminado del todo. O mejor dicho, no haya terminado para todos. Y esto puede convertirse en un problema muy serio.

Cuarenta y cuatro años después de que el dictador falleciera en una cama de hospital, su figura sigue en boca de todos y, lo que es peor, es objeto de encendidos debates. La llegada a los parlamentos de una fuerza política que reivindica discretamente (aún) su figura y el pim pam pum electoralista en el que se ha convertido su exhumación —que había obtenido el respaldo parlamentario en dos ocasiones, bajo el mandato de Rajoy en 2017 y de Sánchez en 2018— habían sacado ya el fantasma de Franco de su tumba en el Valle de los Caídos antes de que el pasado jueves se lo llevara un helicóptero al cementerio de Mingorrubio. En ese alborotado escenario, el trilero Sánchez pretendió eclipsar con el traslado la publicación de los peores datos de la EPA de este trimestre en siete años. Le acusaron también de electoralismo, aunque es cierto que la exhumación se ha demorado meses por las continuas trabas de la familia. Y si Sánchez quería cumplir su promesa, debía hacerlo ya. Quizás ya no tenga otra oportunidad.

Que Franco siguiera enterrado en un mausoleo erigido en principio para glorificar al bando vencedor seguía siendo una anomalía grave en un Estado democrático que presumía de haber superado el viejo conflicto bélico que dividió a los españoles. La película ‘salmantina’ de Amenábar ilustra lúcida y oportunamente el desastre social que estalló en España en 1936 y del que creímos habernos recuperado con la instauración de la Democracia. Pero una vez que quienes vivieron el drama de la guerra nos han ido dejando y la generación que hizo la Transición ha pasado a la situación de reserva, muchos de los nuevos protagonistas de la escena política y social se están lanzando, en otro ejemplo de ese movimiento pendular con el que se escribe la Historia, a cuestionar lo que pareció incuestionable e incluso a reescribir el pasado más reciente, ese que para los estudiantes de Bachillerato es hoy un tema del programa escolar al que a veces no da tiempo a llegar por el que se pasa de puntillas.

Que estemos en este país acusándonos de ‘rojos’ y de ‘fascistas’ ochenta años después de la guerra es tremendo. Nos acecha la irresponsabilidad y sobre todo la ignorancia. A pesar de lo que creíamos, hay una herida que supura años después de la ‘modélica’ transición y que no se cura con leyes como la de Memoria Histórica. Es el cainismo ancestral de España.

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