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Sole, Sole, Sole, Soolee... “cuánto me gusta tu nombre, Soledad”, cantábamos la tropa, desfilando sudorosos al regreso de instrucción en Monte La Reina. La vieja canción de la mili, dice que además del nombre “también me gusta todo lo demás”. Y a la ducha como borregos, tan contentos. ¿Pero a las personas nos gusta la soledad? Porque en el Génesis figura que no es bueno que el hombre esté solo, pero en mi pueblo dicen que el buey suelto bien se lame. ¿En qué quedamos, yugo o independencia, ataduras o libertad?

Hemos tenido esta semana, ay, el primer muerto móvil en mano. Comienza una estadística que me temo será pavorosa, si observamos el tráfico, los repartos, la conducta de los peatones con sus móviles. Pero el cálculo repleto de cadáveres es el de la muerte en soledad, denunciada por los vecinos -¡que vengan los bomberos!-, por el inconfundible olor fétido, como la ocena. En Sevilla una nonagenaria ha resistido caída junto a su cama –pobrecita-, ¡cuarenta y ocho horas!, supongo que amparada por su Ángel de la Guarda, sin engrosar milagrosamente el aterrador porcentaje de ancianos que fallecen sin oportunidad de llamar -como hizo don Quijote-, al confesor y al escribano. Sin un solo deudo que cierre piadosamente sus párpados. Problema que no existe en las residencias, donde recuentan, medican, pasean... a todas horas.

En la “España vaciada”, tan de moda, son elocuentes los porcentajes de lo que los estadísticos llaman “formas de convivencia” –¡menuda convivencia!-, y en particular los también mal llamados “hogares unipersonales” (un hogar no puede serlo de un eremita): El 30% de las mujeres de más de 65 años viven solas; los hombres, solamente el 18%. ¿Accidentes domiciliarios de estos robinsones (as)? Muchos, empezando por las caídas, como si en España no tuviéramos bastante con los “Caídos”, o sea. Aunque se hayan quitado las alfombras de tropezar, sustituido la bañera por el plato de ducha, puesto luces en el pasillo... Siguen cayendo. Pero si caemos móvil en mano -qué bien funciona el 112-, con el escapulario-pulsador de Cruz Roja, o chisme semejante, al menos podremos dar la alarma.

Antaño los solitarios eran los curas. La Iglesia mantiene todavía el celibato. El día 12 el Papa dijo que no ordenaría casados ni diaconisas. Cinco siglos frente a Lutero, que lo consideró “un infierno”, y dejó de ser célibe casando con una monja y padreando. Algunos curatos vivían con una hermana abnegada, o un ama. Hay muchas anécdotas de párrocos lugareños, acosados por la maledicencia, como el de la copla, que no tenía más que una cama, y “si en la cama duerme el cura,/¿dónde coños duerme el ama?”. O el que recibe la visita pastoral y afirma “ yo no necesito nada señor Obispo; con mi café y mi rosario tengo bastante”, y acabado el almuerzo grita “¡Rosario, tráenos el café!” (hay otra versión con la soledad y el confort: “Yo con mi Soledad, tan a gusto. ¡Soledad!, enséñale al Sr. Obispo...”). En Salamanca, la palma se la lleva el Cura Cid (S.XIX) -llamado cura de los pedos-, desterrado por calavera a la Herguijuela. Cuando le preguntaban qué tal llevaba el exilio, respondía “como la cabra en el monte,/que trisca libre de risco en risco,/sin suegra y sin Obispo”. En la pintoresca biografía, su pariente José Ramón Cid informa que “las malas lenguas le atribuyeron que parieran ocho mozas del pueblo durante una misma luna”. ¡Chapeau! Mejor dicho, ¡teja! Aunque me quedo con Fray Luis célibe, su vida retirada, la fuente, el huerto..., mientras aclaro que yo con mi Greta me apaño.

Vuelvo al principio. ¿Me gusta tu nombre Soledad? ¿También todo lo demás? Estos días se propone una distinción para Soledad Murillo, socióloga, feminista, política socialista... Seguramente discrepamos en todo, pero la aprecio. ¿Dónde hay que firmar? Y aprovecho para recordar que la primera ministra de la Democracia fue la alcaldesa sevillana, centrista y liberal Soledad Becerril, luego Defensora del Pueblo. Sí, me gusta el nombre de Soledad, respeto la invocación de la Virgen salmantina de la madrugá de los sábados y el hermoso rostro tallado por Benlliure el mismo año que uno nacía. Y acabo con la gitana Soledad Montoya, cuyos pechos gemían canciones redondas. “Cobre amarillo, su carne/huele a caballo y a sombra”, del romancero gitano de Federico García Lorca, el de la pena negra, que tiene una formidable atracción para cualquier lector: “¡Soledad, qué pena tienes!/ ¡Qué pena tan lastimosa!/Lloras zumo de limón/ágrio de espera y de boca”.

¿Entonces qué, don Estella, soledad o compañía? Depende. ¿Depende de qué? Coño, de la dependencia. ¡Hala!, al rincón de pensar.

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