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María tiene 18 años, después de un año muy complicado por el COVID-19 —su padre está en un ERTE—, el día 10 de julio salió a celebrar con sus amigos sus estupendos resultados en la EBAU, un 13,250 con la ponderación de la fase de mejora de nota. Sueña con estudiar Medicina y convertirse en una gran oncóloga. De conseguirlo, sería el primer médico de su humilde familia, un ejemplo de cómo la educación es un ascensor social. Sus padres no pudieron estudiar una carrera, siendo jóvenes tuvieron que ponerse a trabajar para ayudar a la maltrecha economía familiar. Sus abuelos trabajaban como ferroviarios y en las labores del campo, así que María es un orgullo para ellos, tiene otra hermana pequeña que la considera su modelo a seguir. Ella quiere ser una gran abogada.

Después de tres largos meses de confinamiento en los que pasó horas y horas encerrada en su cuarto estudiando, María tenía ganas de disfrutar un rato con sus amigos, de echarse unas risas y de olvidarse del agobio de este tiempo. Pero la incertidumbre no ha acabado, Medicina es la carrera más solicitada de la Universidad de Salamanca y las notas de corte han subido aún más porque este año parece que algunas comunidades han levantado todavía más la mano. Otra cuestión que le preocupa es si tendrá beca, porque va a haber cambios y no sabe cómo le afectarán. Pero ese 10 de julio no era el momento de ponerse a pensar en qué pasará, sino de olvidarse de las preocupaciones y disfrutar del día.

A punto de convertirse en universitaria, María tiene hora para volver a casa por las noches y lo cierto es que no le gusta mucho el jaleo de los bares, ni los botellones, pero aquella ocasión merecía desmelenarse un poco.

De negro, con un vestido nuevo que le regalaron sus padres por las buenas notas de Bachillerato, María salió dispuesta a pasar un buen rato. A juego llevaba una mascarilla de florecitas que terminó colocándose en el brazo, a modo de brazalete, mientras tomaba una cerveza con sus amigos. Juan se encendió un cigarrillo, ella no fuma, pero aquel día decidió darle unas caladas al pitillo, y después compartió otra cerveza con Valeria.

Fue una noche especial que María siempre recordará, pero no por la celebración con sus amigos, sino por sus consecuencias. Al día siguiente de disfrutar con sus compañeros, María visitó a sus abuelos maternos con la mascarilla de flores. No les dio ningún beso. Su abuela le sacó un refresco y colocó unos aperitivos en la mesa y María se quitó la máscara. En la conversación con sus abuelos, todos se relajaron, compartieron los aperitivos y terminaron el encuentro con un fuerte abrazo, eso sí, con mascarillas.

Una semana después, sus abuelos comenzaron a encontrarse mal, se habían contagiado de COVID-19. Los rastreadores contactaron con las últimas visitas, entre ellas María, que no podía creérselo. Tras la PCR, dio positivo, era asintomática. ¿Fue ella quien les contagió? No lo sabe, pero es probable porque sus abuelos salen muy poco de casa.

La de María puede ser la historia de cualquier joven que ayer salió de fiesta o fue a la piscina con sus amigos y en un momento de relajación dejó de tomar medidas para evitar un contagio. Es responsabilidad de todos evitar que la situación vuelva a irse de las manos. Cada día hay nuevos contagios. Estoy segura de que ningún joven quiere infectar a sus seres queridos, pero para que eso no suceda no podemos relajarnos. Las mascarillas son incómodas y dan calor, pero hoy por hoy es lo único que se ha comprobado que funciona, eso y el aislamiento social que sufrimos hace no tantas semanas y que ha dejado unas secuelas gravísimas en la economía.

Mi mensaje se dirige a toda la sociedad. A mis padres que sufren porque no pueden besarme y se molestan cuando les pido que extremen precauciones con mi hijo; a aquellos que van por la calle con la mascarilla en el cuello; y a todos los jóvenes que salen y comparten vasos sin pensar en la próxima víctima.

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