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Medio siglo guerrearon atenienses y espartanos en el Peloponeso, un enfrentamiento cantado por Tucídices y cuyo mayor logro ha sido torturar a generaciones de alumnos de bachillerato. Esos dos grandes enemigos, cuya forma de gobierno y forma de entender la existencia humana eran tan opuestas, se unieron sin embargo sin fisuras contra el enemigo común, los persas, dando la vida unos por otros en épicas batallas como la de las Termópilas o la de Artemiso. Pero no hay que irse tan lejos. La «Pérfida Albión«, como la bautizó en un poema un diplomático de origen español, ha sido seguramente el peor enemigo de España, pero ahí estuvo Inglaterra en los Arapiles, apuntalando con su sangre nuestra independencia. El siglo XX ha sido profuso en capítulos de la Historia de la Paz, en los que enemigos declarados basan una línea de común trayectoria en un primer paso de entendimiento y conveniencia. ¿Acaso no resultó un éxito la reunificación alemana, entre dos países en los que durante cuatro décadas habían regido valores contrapuestos? ¿No un acierto la reconciliación socio-política inspirada por Nelson Mandela en Sudáfrica? Incluso el caso imposible, el innombrable, el de las dos españas: ¿no vivieron un momento de lucidez y hermandad en la experiencia fundacional del aconstitución del 78?. ¡Si hasta Joaquín Sabina y Fito Páez, y no me voy aponer más pesada con los ejemplos, se llevaron un Latin Grammy por el disco conjunto titulado «Enemigos íntimos»! Y todavía hay quien defiende que los únicos de todos ellos que no son capaces de llegar a un acuerdo son Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez.
Los conflictos existen, son inherentes a la condición humana y motor de la Historia, pero su valor se desinfla hasta el ridículo si devienen en trauma imposible de superar cuando precisamente conviene el acercamiento, cuando el arreglo es el antídoto que proporciona la supervivencia. Por eso confío en que fluya la reunión que hoy mantendrán los representantes de la inmensa mayoría de votantes españoles y que por ello cargan con una responsabilidad mucho mayor que la del resto de los candidatos. Están condenados a entenderse para liberarse a sí mismos de la esclavitud de los extremos. Ya se que la esperanza es nula, no soy tan tonta como pueda parecer. Pero ellos tampoco. Ambos son conscientes del calvario que suponen las alternativas y seguramente del potencial de su colaboración, que tiende a infinito. Había dado por perdida la política española, presa del filibusterismo. El voto democrático hay que respetarlo y fuera de España hay infinidad de proyectos dignos e ilusionantes en los que invertir la vida y la prosperidad. Pero esperaré un día más. Ojalá los enemigos íntimos nos diesen a todos una gran sorpresa.
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