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«A ver, los que falten por votar, que lo hagan ya, que tenemos que cerrar la mesa, enviar los datos a Ávila y marcharnos a echar de comer a los animales, que no esperan»: este era, más o menos, el contenido del pregón que se emitía por los altavoces de mi pueblo a eso de las seis, durante los primeros procesos electorales después de la llegada de la democracia. El autor intelectual era el alcalde de entonces y, el locutor, el alguacil.
He recordado estos hechos al ver la polémica que se ha montado en torno a la fecha de las elecciones, a finales de julio, en pleno puente en algunas regiones como la nuestra y con muchos disfrutando de sus vacaciones, que podrían verse obligados a interrumpirlas si son designados miembros de la mesa electoral. Ayer, la Junta Electoral ya dictó algunas medidas de flexibilización, pero no sé si fiarme mucho. Habrá que ver cómo se aplican esas normas. En aquellos años, pongamos que desde 1977 hasta los primeros de la década de los ochenta, hubo varias citas con las urnas. En mi pueblo, por lo que recuerdo, comenzaban con toda formalidad: se constituía la mesa electoral a la hora que tocaba y se abría a las nueve en punto, pero de aquella manera, porque había un pregón en el que se comunicaba la apertura, pero también se recomendaba no acudir hasta pasadas un par de horas, porque los miembros de la mesa tenían que volver a sus quehaceres habituales. A eso del mediodía, con el Ángelus, sonaba una jota y se invitaba a ir a votar, al mismo tiempo que se anunciaba que en el local habría «botellines» de cerveza, vino y aperitivos. Todo ello para incentivar el voto. Por aquel entonces los miembros de la mesa electoral no cobraban dietas, pero, a cambio, el Ayuntamiento encargaba una buena comida, generalmente a base de tostón asado y otros productos típicos, a los que había que rendir pleitesía. Por eso, entre dos y media y tres sonaba otra vez la música seguida de pregón, que pedía a los ciudadanos que se abstuviesen de ir a votar, puesto que los miembros de la mesa electoral, a los que se unían alcalde, concejales, Guardia Civil y alguno más, debían comer con una cierta tranquilidad.
El ágape duraba hasta que acababa, nunca mejor dicho (podían ser entre las cinco y las seis), momento en el que mediante el pregón citado al principio de este texto se invitaba a los rezagados a ir a votar.
Es más, se repasaba la lista de los que no habían votado todavía, se llamaba por teléfono para preguntar si tenían previsto acudir y, entre las seis y las siete, se cerraba, se hacía el recuento y cada uno se iba a sus quehaceres, que los animales no perdonan. Se quedaba alguien de guardia y a las ocho y unos minutos se comunican los resultados a Ávila y ya está, ¡Eso sí que era conciliación entre las obligaciones laborales y las electorales!
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