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Este fin de semana toca recoger el belén, el árbol de Navidad, el indomable espumillón y esa bandeja de dulces, en la que aguardan los restos que nadie ha sido capaz de asimilar. El ritual supone casi más el principio del año, que las uvas de la Puerta del Sol. Retirar los adornos es como quitarle el vestido de fiesta a las casas. Devolverlas a lo cotidiano despojándolas de aderezos.

Gusten más o menos las fiestas que acabamos de cerrar son cada vez más necesarias. La sociedad necesita desconectarse de la realidad de vez en cuando, como lo hacen también las personas para tomar impulso. Son como una cura colectiva para permitirnos huir momentáneamente de los problemas cotidianos, aunque sea a costa de subirse en una nube temporal de ensoñaciones, buenos deseos, sonrisas, felicitaciones y algo de champán.

La Navidad empieza después del puente de diciembre y termina tras los Reyes. Son semanas de comidas o cenas de empresa, de amigos y de abundancia de planes. Después vienen los reencuentros en casa, los repasos al álbum de fotos que contiene parte de nuestra infancia, los anécdotas de cuando éramos pequeños, las risas, los anhelos, los llantos, las resacas, los empachos, las colas en las tiendas, el bullicio, las esperas y las tertulias eternas sobre esto o aquello. La intrascendencia se hace trascedente y adquiere su verdadero valor, porque sirve para llevarnos por unos días a una vida que ya no es la nuestra, porque no es la habitual.

El mejor reflejo de todo esto es la cara de los niños. Hay quien todavía se pregunta que cómo pueden creer. Y sin embargo, la respuesta es bien sencilla. Ellos creen porque quieren creer. Lo hacen porque la ilusión es el camino más directo hacia la felicidad. Y disfrutan más porque no son conscientes de que todo es perecedero. La magia no es infinita, aunque parezca impensable.

Y ese momento ha llegado. Igual lo tiene usted ahora mismo en sus manos. El árbol ya está plegado en la caja y el belén está empaquetado en el plástico desgastado de siempre. Lo mismo le sobra un ángel o un pastor que se habían caído detrás del sofá y ahora no sabe dónde meterlos. Quizá está pensando en tirar el espumillón que ya está raído y comprar uno nuevo el año que viene. Es el final y lo sabe, como también es consciente que sin esta liturgia no sería posible la Navidad. Los sueños no son eternos y ahora toca volver a poner el despertador, y salir a la calle para afrontar la verdadera realidad.

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