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La instalación de la Mariseca en la espadaña del Ayuntamiento vaticina cada Santiago Apóstol la finitud del estío. Es un no parar: Pancho nos da nueva cuenta del fallecimiento de Chanquete y el Dúo Dinámico se encarga de asestar el hachazo definitivo, recordándonos que el final del verano es inminente y que la desidia al borde del mar pasa, una vez más, al baúl de los recuerdos. Feliz año nuevo.

El Consejo de Ministros nos sorprendió el pasado martes con el anuncio de remisión a las Cortes del proyecto de Ley destinada de proteger a quienes informen sobre actos de corrupción. Lo que se pretende es algo tan importante como ofrecer garantías a quien, formando parte de una organización pública o privada, decida informar de las irregularidades que haya podido observar en el curso de su actividad. La medida es trascendental, especialmente en el marco de la Administración, dado que la Ley está dirigida a asegurar a los servidores públicos que quieran luchar contra la corrupción que no sufrirán ninguna clase de represalia a causa de su colaboración. La mayor parte de las corruptelas se conocen porque alguien –de buena o mala fe, no importa demasiado– las filtra desde dentro. Por ello, si queremos luchar contra este fenómeno, debemos tender puentes que favorezcan este género de actitudes, protegiendo, si no recompensando, a quienes lo merezcan.

La iniciativa no ha surgido por generación espontánea. Hace casi un año que España debió aprobar esta Ley para transponer a nuestro Derecho interno la Directiva (UE) 2019/1937. Anticipándose al Estado Central, algunos Comunidades Autónomas, como Castilla y León, ya adoptaron medidas semejantes. Confiemos en que la nueva norma vaya un poco más allá que nuestra Ley 2/2016, aparentemente más preocupada de disuadir a quienes pretendan informar de algún asunto turbio que de incentivar la cooperación ciudadana.

Una buena regulación de los whistleblowers –porque de soplar el silbato se trata, al menos en términos metafóricos– ayudará a combatir la corrupción. Frente a tanto “portal de transparencia” que prioriza la forma sobre el fondo, que con demasiada frecuencia encubre la podredumbre que hay en la trastienda, debemos apostar por el fomento de una auténtica cultura de la legalidad en la que el ciudadano pueda militar en beneficio del Estado de Derecho. A los parlamentarios se les encomienda ahora la tarea de llevar a buen puerto esa Ley. No dirá nada bueno de ellos que no acuerden un buen texto. A ver si se aficionan a eso de la perestroika y, de paso, tramitan una buena Ley de secretos oficiales que nos permita conocer, por fin, los detalles del asesinato de Viriato. Roma traditoribus non praemiat.

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