Viernes Santo ‘de limonada’
Otra semana que me dejo llevar por los recuerdos. Escribo en la tarde del Jueves Santo, justo cuando la Iglesia Católica celebra el “día del ... amor fraterno”, de ahí que me vaya a ahorrar críticas, por ejemplo, a este Gobierno, que bien podría denominarse “tres en uno”: los de Sánchez, los de Podemos y los de Yolanda Díaz.
Pero eso queda para otro momento. Y escribo justo a la hora en la que, en mi pueblo y durante mi infancia, se celebraba la Misa vespertina y la ceremonia del lavado de pies. Era el último acto al que se convocaba a los fieles tocando las campanas. Al terminar quedaba expuesto el Santísimo en lo que se llamaba “el Monumento”, que se encontraba en uno de los altares laterales de la iglesia; recuerdo que se organizaban turnos para que siempre hubiese alguien rezando.
Por la noche llegaba la “hora santa”, con uno de los sermones más solemnes, impartido por el predicador que hubiese venido especialmente a oficiar todos los actos litúrgicos de la Semana Santa. Los monaguillos convocábamos a los fieles recorriendo las calles, haciendo sonar las carracas y al grito de “a la hora santa”. Después se imponía el recogimiento, porque había que madrugar al día siguiente.
El Viernes Santo comenzaba con el Vía Crucis. La verdad es que costaba levantarse. Los monaguillos teníamos que hacerlo antes que los demás porque debíamos salir con las carracas otra vez para recordar a los fieles que había llegado el momento de acudir a la iglesia y, desde allí, recorrer las calles del pueblo haciendo las correspondientes estaciones de penitencia.
Generalmente no hacía frío, sino mucho frío. Al terminar, tocaba desayuno fuerte para entrar en calor. Estaba permitido, a pesar del ayuno (ese día ayunaban hasta los judíos, según rezaba el dicho popular) una comida fuerte a base de potaje de vigilia y un segundo plato de bacalao.
A esa hora, la del almuerzo, era habitual que madres y abuelas, convertidas en guardianas de la ortodoxia y de la tradición, nos insistieran en que comiésemos todo lo que quisiéramos en ese momento, porque luego había que ayunar. Del chorizo y otras viandas que llevasen carne, mejor ni hablar durante esa jornada.
A media tarde estaban los oficios del Viernes Santo y, al caer la noche, la procesión del Santo Entierro y la Virgen de la Soledad. El silencio sobrecogía.
Y, después, llegaba el momento lúdico del día: el Ayuntamiento invitaba a limonada y, dependiendo de los años, también caía algún dulce típico de esas fechas, como las rosquillas.
Recuerdo que los bares estaban cerrados a cal y canto, por lo que era prácticamente el único momento de consumo de alcohol, junto al almuerzo de toda la jornada. Lo normal era que a esas horas los estómagos estuviesen vacíos, por lo que el alcohol de la limonada se subía con mucha rapidez y el recogimiento predominante durante todo el día terminaba, generalmente, en “desparrame”. Tiempos que no volverán.
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