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El pasado fin de semana vi por enésima vez Nueve cartas a Berta. Necesariamente en blanco y negro, la película de Basilio Martín Patino describe una Salamanca provinciana que asfixia a Lorenzo, interpretado por un veinteañero Emilio Gutiérrez Caba. Estudiante de Derecho, tuvo ocasión de orearse en Inglaterra, donde conoció a una idealizada Berta, hija de exiliados que reemprendieron sus vidas fuera de su país. Regresó buscando el sosiego de su ciudad, pero se dio de bruces con una sociedad oscura, sumisa y plagada de prejuicios que poco había avanzado respecto de ese Tiempo de silencio narrado por Martín Santos. Nada tiene Lorenzo de revolucionario, pero sufre ante la pobreza de espíritu que le rodea y se rebela ante su destino. La Universidad le ofrece amistades y guateques, pero la vida intelectual es endogámica y estéril. Solo un viejo profesor afincado en Harvard, español que habla de su tierra con nostalgia durante su fugaz visita al Viejo Estudio, ofrece algo de luz a esa alma inquieta.

La novena carta a Berta, el último acto de la cinta, fue titulado por Martín Patino “Un mundo feliz”. Como la distopía de Huxley, publicada treinta y tantos años antes. Lorenzo termina doblando la rodilla, de igual forma que ya lo hizo su padre tiempo atrás, superados ambos por la realidad. Acaba aquí la historia del idiota que quiso volar igual que las gaviotas, domesticado por el aire serrano. Lo que hay que hacer es subirse al burro; comprarse una televisión a plazos y disfrutar los domingos por la tarde de Reina por un día.

Hoy todos tenemos televisores y nos extrañan las ansias del español que quiere vivir y a vivir empieza. Sin embargo, aunque nunca tuvimos tanto acceso a la información, jamás estuvimos tan confundidos. “Telespañolito que ves la tele, te guarde Dios”, parafraseó Sabina a Machado. Quien dijo tele, dice redes. Martín Patino reflejó el abatimiento de una generación mutilada en sus ilusiones, devorada por la indigencia moral. Mucho han cambiado las cosas desde entonces, pero el fantasma de la corrección política amenaza con arruinar el humor y la ironía, que son las primeras armas de la inteligencia. Ya no necesitamos dictaduras para garantizar la seriedad, porque, como escribía Marina Perezagua hace unos días, “... lo más perverso de la vigilancia de la risa es que los celadores son nuestros amigos, los profesores de nuestros hijos, nosotros mismos”.

La educación y el respeto constituyen la base de nuestra convivencia, pero la intransigencia de quienes nos obligan a ser libres nos está convirtiendo, sin apenas darnos cuenta, en épsilons semiimbéciles, borrachos de soma hasta las trancas. Espero no haber ofendido a ninguno.

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