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Ana Patricia y yo tuvimos una difícil relación: chocábamos mucho, sobre todo en lo profesional. No había manera de conjugar su calculadora con mi carácter apasionado, sus recelos (bien es cierto que lógicos) con mi espontaneidad. Mi sentido creativo de la vida y del negocio se estrellaba una y otra vez con los aduladores de sus equipos directivos, el mayor lastre de las multinacionales. Le insistí en la necesidad de cambiar radicalmente la imagen y la relación con el cliente del banco, y no hubo manera. Una noche, cenando en el “Zuma” de Londres, ¡vaya discusión por culpa de las corbatas rojas de los empleados!: “Ana Patricia, que la plantilla parece el alumnado de un colegio con ínfulas del Corredor del Henares”. No hubo manera. Al menos su padre le dio un soplo de modernidad con el patrocinio del equipo “Ferrari” de F1, algo que ella nunca entendió. Una excentricidad de don Emilio, que se recorrió el mundo con Fernando Alonso. Y lo recuerdo tan feliz con su chaqueta roja.

En nuestras largas conversaciones a ninguna parte, nunca fui capaz de hacerle ver que la digitalización debía asentarse sí o sí en la tradición y en las personas, y que un “call center” en los suburbios de Lima nunca podría sustituir a las pequeñas oficinas. “Internet, Ana, no tiene corazón”, le decía, y casi le suplicaba: “Estamos siendo cooperadores necesarios de la decadencia planetaria.

No todo obedece a los impulsos del dinero. Hay un mundo ahí fuera lleno de seres humanos con inquietudes, con problemas, con sentimientos; gente, mimosa o no, que fuma, que ríe, que muere, que ama, y que reparte barriles de “Mahou”. Ahí fuera hay todo un abanico de posibilidades y emociones y en ese mundo tenemos que estar, no sólo en sus móviles”. Como quien oye llover.

Tampoco soportaba que yo, con mi acusado lado femenino, fuera sin embargo tan crítico con su nuevo feminismo, cuando el único feminismo posible es levantarse a las 5:00 de la mañana para trabajar sin preguntar “¿por qué yo, si iba para princesa del cuento?”, y todavía tener ganas a las cinco de la tarde de ver cómo va la preparación de la EBAU de tu hija.

El choque de trenes definitivo entre Ana Patricia y yo, ya fuera de la “City”, vino con la política de cierre de oficinas. Internet y su diablo habían ganado la partida a los sentimientos y a la cercanía que yo le puse sobre la mesa como estrategia. Y llegó el momento crítico en toda pareja: “Juan Carlos, tenemos que hablar”. Y ella habló: después de más treinta años de servicio, cerró ayer su oficina del polígono de “Los Villares”. Pero la vida sigue, aunque no sé ni cómo ni hacia dónde irá. ¿Una suerte de “Blade Runner” quizá?

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