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Con notable retranca, René Descartes comenzaba su Discurso del método con unas palabras geniales: “El sentido común es la cosa mejor repartida del mundo, pues nadie quiere para sí más del que ya tiene”. Quienes me conocen saben que repito con frecuencia este pensamiento, y aún más en nuestros días, en los que tan usualmente se rechazan argumentos apelando a una presunta razón universal que, como tal, habría de ser irrebatible.

La permanente llamada al sentido común revela poca voluntad de diálogo; presupone que la razón, que se pretende única, ampara a quien habla en perjuicio del interlocutor. También es un síntoma de pereza intelectual, de incapacidad de ponerse en el lugar de quien ofrece otro ideario o, pura y simplemente, de la comodidad de ignorarlo. No debo decir que éste sea el único problema de nuestra sociedad, pero sí que esta actitud se encuentra en la base de muchos de los desencuentros a los que asistimos y, al mismo tiempo, tanto nos preocupan. Que el rosa y el amarillo triunfen del modo que lo hacen en los medios es un síntoma de que esta enfermedad se encuentra bien arraigada en nuestro entorno.

Han pasado más de cuatro décadas desde que el consenso nos permitiera avanzar hacia la democracia. Quien haya vivido este periodo no puede decir con justicia que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Con todo, y aunque no seamos conscientes de ello, se ha extendido la idea de que las conquistas logradas por nuestra sociedad no tienen vuelta atrás, y eso es un grave error. La historia nos demuestra que el letargo del pensamiento crítico constituye el caldo de cultivo ideal para un totalitarismo que discreta, pero eficazmente, nos conduce al abismo bajo el estandarte del sentido común; de su sentido común.

Comencé con Descartes y concluyo con Albert Einstein, quien, con muchos menos miramientos, decía que el sentido común no es más que un depósito de prejuicios establecidos en la mente antes de cumplir dieciocho años. No estoy seguro de que así sea, pues eso implicaría que ese conjunto de criterios rectores de nuestro pensamiento proceden de nuestra minoría de edad. Hay demasiados adultos hechos y derechos que se entregan relajadamente a los prejuicios ajenos y luego... votan.

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