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“Que ser valiente no salga tan caro/ que ser cobarde no valga la pena”, canta Sabina. Aquel mítico tema recopila anhelos con mayor o menor posibilidad de verse cumplidos: “Que el diccionario detenga las balas/ que las persianas corrijan la aurora/ que gane el quiero la guerra del puedo (...)/ que el fin del mundo te pille bailando (...)/ que las mentiras parezcan mentira (...)/ que el corazón no se pase de moda/ que los otoños te doren la piel/ que cada noche sea noche de bodas/ que no se ponga la luna de miel”.

En el contexto político actual, me animaría a añadir una urgente pretensión: que ser sectario no arrastre los votos. Aunque el propósito apremia, me temo que resulta excesivamente ambicioso. Por desgracia, el sesgo atrae votantes, y concita aplausos, y genera adhesiones, y hace piña, y configura expiatorios chivos.

El grado de sectarismo que nos envuelve es tal, que hasta las flagrantes dictaduras dejan de existir, según el interlocutor que a ellas aluda; al igual que los innegables golpes de Estado pasan a ser negados, según el autor que a ellos se refiera. Dependiendo del hablante, encuentran mutación los más preclaros y verificables hechos.

Defender los colores por encima de todo sería la forma más propicia de que te saquen los ídem. Pero eso ya da igual. Incluso da parecido. A quienes sus colores no les dejan ver el bosque, tampoco van ni por asomo a sonrojarse. Entre otras cosas, porque el mayor de los despropósitos encontrará un público entusiasta dispuesto a jalear el desbarre. En la respectiva burbuja, cualquier fanático desatino será aplaudido sobremanera.

Estas dinámicas no son marginales. No son corrientes que circulan en enajenados y minoritarios nichos. Bien al contrario. Y para ello bastará recordar cómo el Gobierno y las fuerzas políticas que lo configuran y respaldan han rechazado que en Cuba exista un régimen dictatorial. Y bastará también recordar cómo es el principal partido de la oposición quien da cobertura a Ignacio Camuñas: ahí está Pablo Casado, complaciente y a su lado, mientras el exministro niega que en 1936 hubiera un golpe de Estado.

“Igual de malos me parecen los totalitarios de izquierdas que los de derechas, y creo que tan cómodo me puedo sentir con los liberales de izquierdas como con los de derechas”, escribía Ignacio Gómez de Liaño en su libro Recuperar la democracia. Mensajes así han caído en saco roto. Y ya no solo es que los extremos tengan sus dictadores de cabecera, a quienes estarán dispuestos a reírles sus desmanes. Lo más grave es que otros partidos mayoritarios enarbolan también su sesgada mezquindad, tratando de no ser desbordados por sus siglas afines más extremistas.

Que sí se ponga la luna de hiel. Urge.

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