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Otro repórter” es el periodista que mejor ha descrito el escenario de la caterva de pedigüeños que pululaban por las calles salmantinas a principios del siglo XX, pese a los bandos, prohibiendo la mendicidad callejera, que iban promulgando los alcaldes de cada momento.

No llega a citar a tres que fueron célebres: Grille, sastre de oficio; al excelente carpintero Saboya, trabajador en el taller de Centeno en la calle de Toro, siempre parlanchín y alegre y al terror de la chiquillería Espada, con domicilio en la Plaza de santa Eulalia.

Nos habla de los “mangantes”, denominación que da a los mendigos, y cita a varios de ellos. Así el prototipo sería, un mendigo joven, procedente de Zaragoza, repeinado, guapo y pulcro, con una pierna amputada que iba para torero y el tren se la seccionó. Fue popular por las tabernas de san Vicente un grupo formado por Manolo, el de León, otro amputado representante de los mineros de Cartagena; el Tragaderas, de Miróbriga, con dientes de lobo y pierna anquilosada y el Francés, joven de Plasencia, ciego, con barba rubia que llevaba como lazarillo a una esquelética mujer de rubicunda cara, ambos alcohólicos. En el paseo de las Carmelitas, hacia la Puerta de Villamayor un viejecito serrano, el tío Gorra o tío Capitán, que le gritaban los chiquillos para hacerle rabiar o el Ojo, de barba rubia con un brazo anquilosado, que pedía limosna con voz monótona y lastimera.

De los primeros, la rivalidad entre el de Zaragoza y el de León era ostensible y se desafiaban a ver quién sacaba más limosnas de los viandantes, sobre todo de las mujeres, exponiendo sus armas: “Repare en mi situación, a las 12 estalló el barreno y hasta las 5 no llegó la camilla” que decía uno o “caí entre las vías del tren y perdí la pierna, cuando iba para torero” que recitaba el otro.

Otro mendigo en las escalerillas del Ochavo se arrodillaba en actitud de ídolo, como auténtico profesional de la escena. El colmo de la mangancia se produjo cuando una señora enlutada, que llevaba del brazo una doméstica de aspecto descuidado, entra en un café de la Plaza Mayor donde departen tertulianos, la mayoría médicos y cuando éstos creen que viene en busca de alguno de ellos por algún malestar físico apremiante, acercándose a los veladores, con acento lastimero recita la señora: “¿Dan ustedes una limosna por el amor de Dios?”.

No llega a citar a otros profesionales de la época como fueron el conocido como Maelo, al anciano de venerable barba blanca Justo, alias el tío Toré, conocido como “el pobre del Suizo” o al portugués de la Peña del Hierro, que con su mujer y dos niños pedía en la calle del Brocense, al abrigo del Hotel Comercio.

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