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Estamos en esos días en los que todos los cielos del mundo cristiano se han hecho la misma noche de amor donde avistar la estrella. Aunque sepamos que hay que redondear con muchísima fe e imaginación los ojos para intentar comprender el misterio. Aunque advirtamos que la luz del mundo cada vez es más débil y lejana; tanto, que, para muchos, cualquier horizonte se sueña en un infinito hostil y solitario.

Pero es Navidad y quiero celebrarla haciéndole frente a los rigores del invierno. Quiero regresar a la inocencia sonrosada de la infancia, a la sorpresa del ángel y la estrella, al entusiasmo de un ayer que aún respira y permanece cantando en mi memoria. Por eso todo en mí se rebela ante los que piensan que estas fechas son un rememorar triste de ausencias que se hacen gigantescas; ante los que desean fervientemente que las fiestas navideñas terminen cuanto antes. Porque, acaso, una vez que haya pasado el seis de enero, ¿tales vacíos dejarán de ocupar nuestro pensamiento y seremos más felices?

No, la Navidad no es solo cosa de niños. Los adultos necesitamos la Navidad para comprender que la gran pregunta de la vida, de la existencia, no tiene más respuesta que la que está en sus símbolos ocultos. Con o sin fe, los tiempos que se dicen “de amor” deberían celebrarse como un tiempo de tregua, de descanso. Aunque casi no nos atrevamos a pronunciar la palabra “paz” en un mundo que camina, deshumanizado y a toda prisa, hacia no se sabe dónde.

A pesar de todo y afortunadamente, en toda parte en Navidad existe alguien que te sorprende con un mensaje que te invita a salir de cualquier suerte de pesimismo. Treinta años antes del nacimiento de Cristo, el poeta Horacio escribió una oda con “Tres consejos para el invierno”. La misma que otro grandísimo poeta, salmantino y de lo más contemporáneo, Juan Antonio González Iglesias, ha traducido del latín y enviado a sus amigos para felicitarles una Navidad que se enmarca, como todos sabemos, dentro de un escenario mundial adverso. «Tú, puedes derrotar al frío», ha venido a decirnos. Y luego, en unos pocos primeros versos, nos propone que pongamos leño tras leño, generosamente, sobre el fuego, para después escanciar el mejor vino que hayamos guardado en el ánfora. «Déjales a los dioses lo demás», concluye Horacio antes de continuar con las otras consejas. ¡Menos mal que hay quienes aún siguen apostando por las rentas del latín y de la Navidad! ¡Menos mal que, un año más, la voz inaudible de mi padre ha vuelto para hacerse un brindis en la mesa! Hay gozos que ni ayer, ni hoy, pueden ser objeto de especulación.

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