Mis antaños
Sábado, 9 de marzo 2019, 04:00
De la cosecha del cuarenta, el año del hambre, vamos quedando muy pocos ejemplares. Esta semana ha habido dos nuevas bajas políticas. Pérez Llorca, quinto ... mío, que a los 36 añitos ya era ponente de la Constitución y tenía aquellos modales elegantes, una inteligencia formidable, una astucia temible y la cabeza nevada (de ahí “el zorro plateado”). Pastoreó el grupo parlamentario de UCD, y mantuve una relación muy grata para un diputado de provincias, aunque le eché una pesadumbre el día que dimití sin previo aviso de la presidencia de la Comisión de RTVE. No volví a estar con él hasta diciembre pasado, en la celebración de los 40 años de la Carta Magna. No le hubiera saludado, respetando el protagonismo de las figuras del día, los tres ponentes constitucionales supérstites (él y los Migueles, Roca y Herrero de Miñón), junto a los cuatro Reyes (de la baraja no, los titulares y los eméritos). Pero coincidimos a la entrada de las Cortes, en el embudo obligatorio por razones de seguridad. No te acordarás de mi, le dije. José Pedro me contestó raudo : “Al buey por el asta y al hombre por la palabra” (refrán que pronuncié al dimitir de aquella presidencia, muy aireado entonces por los medios, pero hace 38 años).
Ignacio Camacho en su “Raya en el agua” de ABC, escribió ayer, con su agudeza usual, que para “hombres como Pérez Llorca no basta el elogio ritual de los entierros si no se respeta su legado de entendimiento”. Y tocando una vieja corneta para quienes fuimos tropa, arengaba: “Es la hora de reclamar a los supervivientes de la Transición un último esfuerzo, para defender los logros de una generación que se está extinguiendo”. ¡Vaya si se extingue! En el Congreso alguien me dijo que de los 350 diputados constituyentes quedábamos apenas ochenta, pero al siguiente día murió otro, Daniel de Fernando, abulense y boticario. Había nacido al ladito de los toros de Guisando, donde tuvo lugar aquel tratado, jura o concordia del XV por la que Isabel resultó heredera del trono de Castilla. Y le abracé también en diciembre, en las Casas del Tratado de Tordesillas, el importantísimo que cerraron los Reyes Católicos y el rey de Portugal, y de cuya efemérides hace unos años fue comisario otro viejo amigo y constituyente, Luis Miguel de Dios, también ido. Con tanto acuerdo histórico en su entorno, Daniel tenía que ser amigo del pacto, y fue quien logró el de Aznar —cuando alcanzó la presidencia de Castilla y León—, con el CDS de Suárez, cediéndole dos consejerías, una de ellas para el abulense afincado en la Diputación de Salamanca, José Luis Sagredo, qepd. Acudió animoso a Tordesillas, ya en silla de ruedas, con sus párpados más a media asta de lo que siempre los tuvo, y según me susurró al oído su hija, con una media estocada.
A Pérez Llorca no le han faltado obituarios tan elogiosos como merecidos. Pues Daniel también era de aquellos hombres de la Transición, digamos que de la segunda fila, siempre presto al pacto y la concordia. En su entorno personal no solo estaba su íntimo Adolfo, sino dos salmantinos ya para el recuerdo afincados en Ávila: el cirujano Alberto Dorrego, de Almenara de Tormes, senador de UCD, y el estomatólogo Arturo Gómez, compadre de Suárez, apodado “El cacas” (“Galenito” cuando debutó en el ruedo de La Glorieta alternando con Alfonso Navalón). De ahí que las relaciones Ávila-Salamanca fueran entonces excelentes, desde arriba hasta los entonces jóvenes abulenses, estudiantes en la USAL, Ángel Acebes —luego ministro—, Dorrego hijo —brillante abogado internacional—, o Lorenzo Bernaldo de Quirós, economista de postín, que se integraron en las Juventudes de UCD salmantinas al mando del bejarano Álvaro Muñoz Cascón. ¡O tempora, o mores! Alguna madrugada nos sorprendió de fiesta en casa de Daniel, con Adolfo, su cuñado Lito Delgado, y el único patricio abulense vivo, José María Martín Oviedo.
De la cosecha del 40 se van marchando muchos. Lo cantaba divinamente Juanita Reina. “De las de peina y volantes, ¡qué pocas vamos quedando!”. A mi funeral —de haber sucedido lo que pudo ocurrir hace año y medio—, hubieran acudido dos docenas largas de personas a cuyas exequias, contra todo pronóstico, e injustamente, he asistido yo. De ahí la vieja copla castellana: “ Camino del cementerio/se encontraron dos amigos./¡Adiós!, dijo el vivo al muerto./¡Hasta luego!, el muerto al vivo”. Obedezco a Ignacio Camacho: “Es imprescindible que los patres conscripti (léase parlamentarios) del amanecer democrático, comparezcan a reivindicar públicamente su legado”. Lo reivindico, aunque me haya costado remover dolorosamente mis antaños y mis pordentros.
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