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No recomendable para menores de 50

SE trata de esa hoja que después de marchitarse, permanece seca en el árbol. Lo aprendí del amigo Javier Galán, Ingeniero de Montes, señalando las huerfanitas que quedaban en un roble. Fue un otoño lejano yendo a Robledillo de Gata, a probar vino de pitarra con Pepe Bonilla y Jesús García Montes. Desde entonces comparo la vida con la de esas hojas. Me había impresionado de joven un precioso cuento del borracho genial O.Henry, incluido en una gran película de los cincuenta, “Cuatro páginas de la vida”. La protagonista, con neumonía, cree que morirá cuando caiga la última hoja de la planta trepadora del muro, que ve por el ventanal desde su lecho. Cuando solo queda una, ajada, el vecino - pintor bohemio -, pasa la noche inclemente con una linterna, dibujando sobre el muro otra hoja simulada, para que la enferma se aferre a la vida mirando el trampantojo. Al final ella cura, y el pintor muere precisamente por la neumonía pillada por el frío y la lluvia de la noche que dibujó sobre el muro aquella falsa hoja marcescente.

Los que quedamos de mi diezmada generación, los niños de la post guerra, somos como hojas marcescentes. Las nieves del tiempo platearon nuestras sienes, si. Estamos avellanados, arrugados y enjutos, como las avellanas secas. Pero siempre volvemos - como Gardel -, con la frente marchita. Entonamos el “Resistiré”, porque estamos acostumbrados a la brega y queremos seguir en el ruedo. Aspiramos a mantener la cabeza despejada y dejarle a la muerte - que inexorablemente llegará -, “solo una osamenta exhausta”, como escribía el jueves en ABC Ángel Antonio Herrera. ¿Quién no ha tenido a nuestra edad, crisis emocionales y vitales? Mantener la cabeza antes de que penetre en la niebla, a saludar al doctor Alzheimer, es nuestro estandarte. A un cura amigo mío diabético, le tuvieron que cortar ambas piernas y le mandaron al “moridero” oficioso de la Orden. Me decía resignado: “Aquí vivimos diez sacerdotes que tienen piernas, pero no cabeza; y yo, que mantengo la cabeza, pero no tengo piernas”. No es raro escuchar ¡quiero seguir, aunque sea en silla de ruedas!, pero con la mente despierta.

Charlando de estas frivolidades hace unos días con mi admirado González de Cardedal, y la gratitud hacia Dios que nos protege, Olegario acudió al cántico bíblico de Ezequías, que expresa lo injusto de la enfermedad que le conducía a la muerte: “Levantan y enrollan mi vida como una tienda de pastores; como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama”. Pero Dios se echó a la espalda los pecados del Rey de Judá y lo sanó. El salmista fue verdaderamente expresivo con las imágenes de la tienda de nómadas (no otra cosa somos), y el tejedor que está urdiendo y le cortan el hilo (de la vida).

Esta sabatina es para mayores de cincuenta años, porque en esa edad sitúa el filósofo Pascal Bruckner, el comienzo de la última etapa de nuestras vidas (en su ensayo “Un instante eterno. Filosofía de la longevidad”). Dice con toda razón, que no podemos “superar a la muerte, ni hacer un pacto con ella...solo podemos firmar treguas temporales” (uno lleva firmados tres aplazamientos, dos ante la doctora Núñez en la Trinidad, y una tercera en cardiología del Clínico). El ensayo posee la brillantez de los que publica Editorial Siruela, de nuestra querida paisana Ofelia Grande. Recomiendo su lectura porque resulta amena y porque emite mensajes positivos. El consejo final no es para quienes al alba damos gracias a Dios por dejarnos seguir pecando. Para Bruckner también “la única palabra que debemos decir cada mañana, en reconocimiento del regalo que se nos ha dado, es: Gracias”. ¿Oído, marcescentes?

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