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CORRÍAN los años siguientes a la terminación de la Guerra Incivil y los frailes capuchinos del campo de San Francisco, con Manuel Fernández Vega, “fray Mauricio de Begoña” como guardián y entre otros religiosos el zamorano Francisco Llordén Rodríguez, “fray David de la Calzada”, célebre por sus campañas contra la blasfemia, tenían en nómina a tres monaguillos, que se llamaban: Feliciano Pérez Varas, luego catedrático y secretario general de la Universidad, su hermano Pablo y su primo José María Hernández Pérez. Prestados por los Capuchinos, atendían alternativamente, como hijuela, a los servicios religiosos del único irlandés que se mantuvo en Salamanca tras la anexión del Colegio Mayor de Santiago el Zebedeo por las tropas alemanas que lo convirtieron en la sede de su embajada, más tarde ocupado por fuerzas militares españolas y pendiente del cierre definitivo como colegio de Irlandeses. Se trataba del Rector, el reverendo Alexander McCabe al que, los tres monaguillos le conocíamos por “cho piscan”, pues esa era la onomatopeya de su muy sentido y piadoso “dóminus vobiscum” durante la celebración litúrgica.

Periódicamente nos desplazábamos para ayudar a una misa totalmente solitaria pues en la maravillosa capilla solamente se encontraban el entregado oficiante y el más o menos distraído monaguillo, más pendiente del magnífico retablo de Alonso Berruguete y de la hornacina avenerada vacía que en tiempos lució la imagen de Santiago Peregrino, del conjunto de la Piedad con las figuras de san Juan y José de Arimatea, luego colocadas en otro lugar y de la coronación del retablo con el acabado Calvario.

Una mañana, durante la celebración de la misa, oficiante y acólito ocupaban sus respectivas posiciones en el altar mayor, uno erguido de espaldas al pueblo, de acuerdo con la liturgia vigente y el otro detrás arrodillado, cuando de pronto, detrás del que suscribe, se oyó un golpe seco que retumbó en el suelo parecido a “choff” y girándose un poco apreció una masa viscosa y verduzca que se agitaba a un metro de distancia. No habían pasado unos minutos y se repitió la escena, a la que siguió una tercera. El celebrante, como diría un muy amigo mío panadero “ni se inmultó” y siguió la ceremonia como si tal cosa. No así yo, que me quedé perplejo y sin saber qué era lo que había ocurrido.

Una vez concluida la misa y en la sacristía, deseado al celebrante el protocolario “prosit” y despojados de los trajes talares salimos de nuevo al altar para conocer lo acontecido. Se trataba de tres batracios que se habían desprendido desde el tejado de la cúpula, a través del cimborrio, el entablamento y la bóveda, lo que supone una altura de más de 25 metros, con lo que el golpe había sido mortal de necesidad. Provistos de una herrada de zinc, de un recogedor de hierro y de un escobillo de baleo procedimos, en silencio, a la recogida y limpieza del suelo para depositar los viscosos despojos en el cuarto de la basura.

El rector, de por sí lacónico, tampoco hizo comentario alguno sobre el incidente con lo que me dejó con las ganas de saber si era muy normal en la capilla y sobre todo, en mi ignorancia, cómo era posible que la rana y los ranúnculos hubieran ascendido desde la tierra a semejante altura, si añadimos el hecho de que en los alrededores no existiría tal especie, o como mucho algún ejemplar en la fuente del Campo de San Francisco. Tampoco se me alcanzaba el motivo de la caída si había sido un simple resbalón o si, al carecer de alimentos habían decidido el suicidio familiar.

Me gustaría que alguien pudiera darme una explicación convincente sobre el particular pues jamás me he atrevido a comentar lo ocurrido hace 80 años con nadie por temor a ser tachado de fantasioso o lo que es peor de chalado y majareta, poseedor de todas las papeletas para ilustre huésped del “113”.

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