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Menuda pieza era Cibeles. La Gran Madre Cibeles, adorada desde el Neolítico en Anatolia; la Pachamama de los griegos. Personificación de la naturaleza, de la fértil tierra; de las cavernas y de las montañas. Deidad de vida, muerte y resurrección; señora del amor, el saber y las dominaciones. El pobre Hipómenes se ganó el favor de Afrodita para ligarse a Atalanta, pero a nuestra diosa no le gustó que se demostrasen mutuo amor en su templo y los convirtió en leones, los amarró al tiro de su carroza y los condenó a no poder mirarse nunca más. No corrió mejor suerte Atis: primero, amante; luego, su sacerdote y esclavo, que enloqueció por su causa y se castró a sí mismo.

Hecha en piedra caliza de las canteras toledanas de Montesclaros, La Cibeles constituye el símbolo de la capital del reino, con permiso de la Puerta del Sol y de los bocatas de calamares de la calle Ciudad Rodrigo. Quien dice Madrid dice España, porque Madrid es España dentro de España. “¿Qué es Madrid si no es España?”, proclama la diosa, mientras los aficionados mueven junto a ella las bufandas blancas cuales aspas de helicóptero. Suena Wagner y, de entre todas las valquirias que cabalgan, Cibeles, tocada con corona mural, se deja embriagar por ese perfume a napalm que tanto le gusta oler por la mañana.

A una diosa nadie le tose. Tiene las cosas claras y no admite objeciones. Impone criterios, pero siempre en defensa de la libertad de los suyos. Para eso es rompedora de cadenas y madre de dragones. Como los leones de las Cortes, a cada cual lo hará mirar para otro lado. No hay agencia espacial que se le resista, pues tiene claro que “ningún país atenta contra su capital” y, si es preciso, trasladará Tres Cantos al paseo de la Castellana. España, que ha de ser grande y libre, muy libre, es Madrid... y unos cuantos parques temáticos repartidos por el mapa, como Salamanca. Libertad y, después, todo lo demás.

Y porque nadie se atreve a toserle, si hay que llegar a la castración, se llega, como ya le ocurrió al infeliz de Atis. Hasta el mismísimo Zeus, cuyo advenimiento tantas esperanzas concitó, venido a menos, está dispuesto a cercenarse sus atributos para no contrariar a Cibeles. Y si hay que poner océano de por medio, se pone, que el oráculo predice tormenta y más vale estar lejos. ¡Pero no en México! Porque, aunque Agustín Lara coronara emperatriz de Lavapiés a su chulona, lo cierto es que la capital azteca acoge una fiel réplica de La Cibeles madrileña, donada hace más de cuarenta años por los residentes españoles. Bien la recuerdo. Madrid, Madrid, Madrid; en México se piensa mucho en ti.

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