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DESDE que comenzara la guerra de Ucrania hasta hoy, los odios se han exacerbado tanto como para que existan pruebas terroríficas del espanto que se vive en ese frente que no es otro que las propias ciudades ucranianas llenas de civiles. Las imágenes y conversaciones que trascienden de la contienda son pavorosas, espeluznantes, aterradoras... pero las leemos en la prensa, las escuchamos en las redes o en las televisiones... ¡y las comentamos en torno a una caña! No sé cuánto tiempo va a durar esta locura. Pero sí sé que cuando de niña veía las imágenes del Holocausto me preguntaba una y otra vez: pero, los alemanes que no eran nazis, ¿no sabían los que pasaba? Y si lo sabían ¿cómo es que no hacían nada? ¿como no paraban ese barbarie que les abochornará para siempre? Ahora resulta que todos sabemos lo que está sucediendo. Estamos perfectamente informados los soldados torturan y matan a civiles, violan a críos, se recrean en la crueldad... Incluso somos conscientes de que el odio les ha calado tan dentro a ellos y a sus familiares, que hay esposas que les instigan en conversaciones telefónicas a aumentar sus atrocidades.

En las guerras, la sinrazón es como un veneno se que se expande por los corazones de los soldados y los convierte en alimañas. Los mismos seres humanos que en su vida cotidiana son buenas personas se transforman en monstruos inclementes incapaces de la compasión. Llegados a ese punto, todo está perdido. Y ya estamos en él. No sé lo que hay que hacer. Pero sentarse a mirar las salvajadas que se multiplican en esta guerra no creo que sea el camino.

Nuestros políticos ni siquiera se atreven a aventurar cuánto tiempo va a durar esta guerra. Tampoco parece que las sanciones conduzcan a ninguna parte... Y no sé ustedes, pero yo creo que esto se va a quedar en nuestras conciencias para siempre. Porque sabemos lo que está ocurriendo. Es más, nos lo cuentan con una minuciosidad implacable. Y, sin embargo, aquí estamos. Sin movernos. Impertérritos. Siendo testigos y tomando nota para cuando acabe todo esto, poder decidir si los responsables son criminales de guerra o no y les podemos castigar en tiempo de paz... Pero sin parar la barbarie. Contemplándola cada día y sintiéndola cada vez menos. Me pregunto cuánto tardaremos en acostumbrarnos por completo. Y me aterra no solo la crueldad de los soldados, sino también la nuestra. Esa crueldad de la resignación ante la tragedia de los otros. O incluso, pasado el tiempo, una crueldad aún mayor: la indiferencia

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