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Ahora que andamos en tiempos de campaña y que la política se vuelve cuento, nada como darle la espalda al discurso de sus líderes por un rato y meterse, hasta el fondo, en unos relatos literarios que, de tan reales, dan miedo. Su título es ‘Gente que se fue’ (Círculo de Tiza) y su autor, David Gistau, uno de esos pocos periodistas que convierten en literatura hasta los pies de foto. Su manera de escribir está repleta de luz y brillantez, aunque sirva a historias de oscuridad y de penumbra: las de las vidas de aquí o de allá —los escenarios se reparten entre Madrid y Buenos Aires—, que les han tocado en suerte a tantos que carecen de ella.

El libro comienza más bien con una novela corta que con un cuento. Una historia de la gente que se fue, con sus pérdidas, sus desencuentros y sus miserias, iguales a las de los que se quedan, lobos solitarios que se acompañan en el sexo y alrededores y se intercambian las ganas de aprender a vivir mejor o de ser otros distintos. La galería de personajes de esa primera narración y de las demás, conmueve de manera agitada, mientras el lector comparte las resacas, las rayas de coca, los puñetazos o la melancolía que le propone el autor que, como sus criaturas, pretende mostrarse, entre renglones, como el hombre duro que no es. En la segunda parte del volumen, Bonus tracks (Cuentos de la serie B), las piezas breves continúan repletas de desesperanza y de fracaso. Es la radiografía de un tiempo inclemente y sobre todo de unas vidas desgarradas, en las que los tópicos masculinos se suceden entre los puños de boxeo, las prostitutas y los imbéciles.

Si el Madrid reflejado en la primera parte parece refugiarse en los atormentados recuerdos de infancia del hijo de un suicidado, asociados a lugares míticos de la ciudad, en la segunda los combates se reparten entre el ring y la guerra, entre el miedo, los negronis y el amor tóxico que puede romper en pedazos con mucha más facilidad que un golpe malo. ‘Gente que se fue’ es un cúmulo de sentimientos que no llegan a aflorar y de historias que duelen pero no matan, en las que no se puede evitar imaginar el rostro del autor bebiendo un vaso de whisky mientras escribe y describe episodios de otros o los inventa a través de los vividos.

La belleza de la pluma de Gistau contrasta con la fealdad y el dolor inevitables en un mundo por el que pulula una fauna herida en la que caben rockeros, camareros, periodistas o strippers... Todos son supervivientes de vidas rotas, que tratan de evitar los daños colaterales de una existencia convulsa a la que cada cual se acomoda como puede. El libro es una barbaridad. Y Gistau un escritor que no se permite la indiferencia.

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