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Si usted consulta el diccionario de la Real Academia, la primera acepción de la palabra Gallardo es “desembarazado”. Curiosa la coincidencia entre el apellido del vicepresidente de la Junta de Castilla y León y el asunto que ha revelado sus límites, ante la opinión pública de toda España.

Hace hoy nueve días de aquella infame rueda de prensa en la que bastaron unas pocas preguntas para darse cuenta de que el vicepresidente no se la había preparado. Juan García Gallardo se presentó ante los medios, con la falsa seguridad del que se cree que la ideología lo explica todo y con la torpeza del que se piensa, que el argumentario del partido responde a cualquier cosa. Le suele pasar a los soberbios y a los que solo hablan con los que siempre les dan la razón.

El primer insulto a la inteligencia fue presentar un plan que no existía y el segundo fue llamar a su propuesta “plan de fomento de la natalidad”. En una comunidad autónoma, donde la despoblación es una sangría de proporciones descomunales, es sencillamente infame aspirar a sostener los nacimientos, a base de ecografías a las mujeres que han decidido interrumpir el embarazo.

Pero quizá lo más grave, porque es el sello inequívoco del populismo, es pretender regular una cuestión tan compleja como el aborto desde la trinchera de una ideología. Les pasa lo mismo a sus opositores de Unidas Podemos. Confunden legislación con doctrina en temas sensibles y así nos va.

Son varios los estudios que confirman, que el número de abortos no tiene nada que ver con que legislación sea más o menos restrictiva, ni en España, ni en el mundo. La interrupción del embarazo depende más de la sanidad, de la educación sexual y afectiva, de la cultura o del nivel socio económico, que de la legislación vigente en cada momento y en cada sociedad. Así que la propuesta de García Gallardo solo tiene tres explicaciones posibles. O fue por desconocimiento, o fue por moralina barata o era pura campaña con un tema con el que no se debería hacer.

Hoy, nueve días después de solapar con su debate los escándalos de la sedición y la malversación, García Gallardo es un vicepresidente desacreditado. Ni el gobierno al que pertenece tiene intención de hacer nada de lo que él dijo, ni su partido tiene intención de romper un ejecutivo que no le hace ningún caso. Si tuviera gallardía, de la que define el diccionario de la RAE, debería dimitir. Pero ese verbo tampoco se conjuga en la nueva política. Y si no que se le pregunten a Irene Montero.

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