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Opinión

Cargados Carajos

Ante tal barullo uno se pregunta si esta fiebre de salir todo el mundo de vacaciones no podría redistribuirse un poco

Domingo, 4 de agosto 2024, 05:30

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En la modorrera de la sobremesa los noticiarios estivales suelen ofrecer el espectáculo de estaciones y aeropuertos atestados de gentes frenéticas que arrastran maletas de un lado a otro. También vemos apretujadas hordas de aspirantes a alpinistas de vía estrecha en los aledaños del Everest, y abigarradas colas de estupidificadas muchedumbres contemplando la puesta de sol en Santorini. Hasta las lejanas islas del Índico, entre Mauricio y Madagascar, bautizadas hace quinientos años por navegantes gallegos con el nombre de Cargados Carajos, se sienten amenazadas por el turismo que no ceja en la búsqueda de exóticos parajes.

Por si no fuera suficiente, en las pantallas se suceden escenas de playas donde ya no cabe una toalla más, esforzados abuelos, mujeres y hombres, pugnando por conquistar la primera línea a base de extemporáneos madrugones y otros excesos muy poco compatibles con la apacibilidad –«desconexión» es la palabra de moda— que cabría esperar en esta ociosa y desocupada época del año. Ante tal barullo uno se pregunta si esta fiebre de salir todo el mundo de vacaciones no podría redistribuirse un poco y paliar la desorbitada escalada de precios.

Pero, al parecer, la inexorable ley de la oferta y la demanda, además del calendario, impone sus condiciones.

Porque las vacaciones son de obligado cumplimiento para el común de los ciudadanos. Si no se dispone de recursos suficientes, se pide un préstamo, y cuando llegue el momento de devolverlo, ya veremos. Lo importante es hacer docenas de fotos para enseñárselas al vecino y poder decir: «yo he estado allí».

En el ámbito rural son casi inexistentes los periodos en los que las gentes del campo pueden permitirse el lujo de dejar las majadas, apriscos y cebaderos siquiera por unos pocos días, porque los animales, aunque muchos aún no lo sepan, comen a diario, y hay que alimentarlos, ordeñarlos, cuidarlos y tenerlos bien rollizos para que el lobo pueda comérselos con mayor regusto y glotonería. En Salamanca no hay más que leer la prensa para encontrarse casi a diario con alguna fechoría perpetrada por el protegido y amparado cánido.

Sigo creyendo que hay grandes satisfacciones en las fiestas de los pueblos, donde acuden los nativos y sus descendientes para reencontrarse con los convecinos, compartir charlas y paellas comunales, verbenas y, si hay río, reposar en la fresca umbría de las choperas. En cambio, al turista que opte por Europa huyendo del París de las Olimpiadas, siempre se le puede enviar de Repente a Kagar.

Ambas poblaciones, de nombre tan peculiar, se encuentran en Alemania, al norte de Berlín, más concretamente en el municipio de Rheinsberg. ¡Ah! Y las guías turísticas nos informan de que hay un lago próximo a Kagar que, como no podía ser de otra forma, en alemán lleva el nombre de Kagarsee.

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