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Acabó la dulce y larga Navidad. Terminaron unas fiestas que han llenado de vida y animación el centro de la ciudad. Las principales calles han lucido como no se recordaba. Y los miles de turistas que han abarrotado estos días la joya del Tormes regresaron a sus hogares con la belleza de nuestra Salamanca grabada en su retina.
Los que vivimos en un barrio también «bajamos al centro». Y nos maravillamos con los rincones que, con tanto esmero, ha preparado este año el Ayuntamiento para realzar el encanto de la zona monumental. Después regresábamos a casa dándonos un baño de realidad. Lógicamente menos iluminación, calles interminables de locales vacíos, carteles de «liquidación total por cierre», antiguos bares con la trapa bajada sin nadie que los vaya a abrir al día siguiente... En cuatro pasos saltábamos del deslumbrante brillo festivo navideño a la triste oscuridad del día a día que hay que superar.
En este tiempo me encontré con un amigo que se acababa de cambiar de casa. Hasta hace un mes, vivía en uno de esos barrios de Salamanca donde no hay nada. Solo casas donde vivir. Ni cafetería, ni tiendas, ni peluquería... Ni panadería tenía. Había que pasar por un supermercado de las afueras para hacerte con una triste barra. Y lo peor de todo es que no es el único distrito que se encuentra en la misma situación. Presumo de haberme recorrido todas y cada una de las calles de la ciudad hace relativamente poco y la situación es preocupante. Sí, enfrente de los altos edificios se aburre un parque de calistenia que solo utilizan algún fin de semana un grupo de chavales que vive en otro barrio. Precioso, nuevo, instalado gracias a los fondos europeos que llegaron con el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que pretendía reparar los daños provocados por la crisis de la covid. Un sinsentido.
Mi amigo está contento ahora. Vive cerca del paseo del Rollo y le encanta pasear por aceras donde puede ver escaparates, aunque en algunos de ellos se lea el cada vez más habitual «se traspasa». Pero encuentra cierta vida. Y podrá mandar a por pan a su pequeño retoño. Y no tendrá problemas en tomarse un caña con un vecino sin necesidad de tener que coger el coche. Y podrá cortarse el pelo en la peluquería situada frente a su portal, que le han dicho que el joven acaba de abrir, ha puesto unos precios muy atractivos y, sobre todo, tiene maña con las tijeras.
Ante estas circunstancias, cabe preguntarse si realmente las administraciones están llevando a cabo una política adecuada con los barrios. Parece como que la gestión de las zonas del extrarradio guarda relación solo con los baches, una baldosa que sobresale en una acera, un banco en mitad de la nada, un columpio nuevo para el parque o un minúsculo «pipi-can» para que desfoguen las mascotas, en lugar de pensar un poco más allá y buscar fórmulas que aporten auténtica vida a estas zonas.
El Ayuntamiento lleva celebrando desde hace tres años unos encuentros de Participación Local, en los que busca dar visibilidad a lo que hacen las asociaciones de los barrios de Salamanca. Allí y en otros foros, los vecinos exponen sus quejas: que si no hay aparcamientos suficientes como en Pizarrales o Garrido Norte; que si nos vendría bien un centro de salud como en el Zurguén o ampliar el existente como en San José; que si pueden hacer fuerza con el Gobierno para que repare de una vez la avenida de La Salle, por donde pasan todos los días los residentes en Tejares, Chamberí o los Alcaldes; que si más zonas verdes para el Bretón y el Oeste... Eso está muy bien, pero se necesitan ideas que realmente revitalicen los barrios.
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