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Ciudadanos nació y murió definitivamente en Cataluña. El partido que fundó Albert Rivera, tras haber participado con brillantez en un concurso de oradores de la Universidad de Salamanca, estaba moribundo, dando los últimos coletazos, pero el domingo por la noche falleció definitivamente.
El electorado que había aupado al partido naranja al primer puesto hace 7 años, decidió darle la espalda escarmentado por las traiciones de sus líderes. El domingo lo dejó fuera del Parlamento, sin la visibilidad y sin el micrófono, herramientas necesarias para seguir dando la batalla del constitucionalismo.
Y es que los ciudadanos detectan a los infieles y los castigan en las urnas, más incluso que a los corruptos. Eso es lo que le ha ocurrido a Ciudadanos que, a base de traicionar a los electores, estos han acabado por ignorarlo y dejar sin acta de parlamentario al que quizá menos culpa tiene, Carlos Carrizosa, cabeza de lista en estas elecciones catalanas y el rostro de la decepción este domingo por la noche cuando comenzaron a contarse los votos.
La ambición de Rivera lo llevó a dar el salto a la política nacional y traicionar sus orígenes que, para bien o para mal, estaban con el constitucionalismo en una tierra arrasada por políticos corruptos que han hecho de la bronca, del enfrentamiento, del engaño y del golpismo una forma de vivir como parásitos, haciendo creer a la gente que es posible una Cataluña independiente del resto de España. El «España nos roba» ha llegado a calar tanto que varias generaciones creen que es cierto.
Después vino la inesperada y dolorosa traición de Inés Arrimadas, una joven promesa con raíces en tierras salmantinas que defendía con convicción y determinación una Cataluña libre y fuerte, pero dentro de España.
Arrimadas ganó las elecciones en 2017. Es verdad que no tenía mayoría absoluta y por tanto, con escasas posibilidades de poder gobernar. Pero su mayor pecado fue que declinó dar la talla en un debate que habría perdido, pero que le hubiera dado la posibilidad de sacar los colores al independentismo como negocio de unos cuantos sinvergüenzas, que el tiempo ha demostrado hasta qué punto solo le importa ostentar el poder a base de manipular a la gente. Inés Arrimadas se fue a Madrid y los traicionó a los dos años, como han hecho otros muchos políticos criados en Cataluña o en el País Vasco.
Abandonó Cataluña por un puesto en el Congreso de los Diputados y dejó huérfanos a los catalanes.
No sé quién le dijo a Rivera que tenía opciones de convertirse en el líder de todo el centro político español. Y él ya se vio como el nuevo Adolfo Suárez de una nueva Transición. Sus utópicos anhelos se vinieron abajo tras el revés sufrido en las elecciones generales de noviembre de 2019 y con él murió una parte fundamental del partido naranja.
La imagen de Sánchez, Casado, Iglesias, Rivera y Abascal lo decía todo. De los cinco imberbes de la política en 2019, ya solo sobreviven Sánchez y Abascal. Los otros tres dejaron la política obligados por los fracasos y sus propias contradicciones.
Carlos Carrizosa es el que menos culpa tiene de las traiciones de los líderes naranjas. Al fin y al cabo es de los pocos que ha permanecido contra viento y marea dando la cara por un proyecto.
Los votos efímeros del partido naranja han ido mayoritariamente al PP y al candidato Alejandro Fernández que, aunque su partido remoloneó hasta que decidió que fuera el cabeza de cartel, tiene mucha «culpa» del éxito cosechado el domingo. Le han premiado su perseverancia y sus fuertes convicciones. Si no se deja deslumbrar por Madrid, tendrá premio.
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