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Si algo ha puesto de manifiesto la tragedia por la Dana en Valencia es que el Estado español no está preparado para hacer frente a este tipo de crisis. Es tan loable la respuesta ciudadana, con miles de voluntarios dispuestos a dejarse la piel para salvar vidas y enseres, como criticable la tardanza y la descoordinación de las administraciones a la hora de poner en marcha al personal y los medios públicos. Nada ha funcionado de manera correcta desde que empezó a llover a cántaros en la tarde del pasado martes. Fallaron las previsiones meteorológicas, no acertó el sistema de alertas, la movilización de efectivos de ayuda a las víctimas fue incompresiblemente lenta e ineficaz, y todo el aparato de la Administración se ha movido con una lentitud exasperante.
La prueba más evidente de ese injustificable retraso era ver el pasado jueves y viernes cómo los militares del Regimiento de Ingenieros de Salamanca estaban esperando una orden de movilización que no llegaba. El Gobierno de Pedro Sánchez se lavaba las manos como Pilatos y enviaba ayuda a la zona de la catástrofe solo con cuentagotas. Cuando ya todos éramos conscientes de que el desastre por las riadas adquiría proporciones dantescas, el Ministerio del Interior y el de Defensa permanecían al ralentí, a la espera, por lo visto, de que el Gobierno valenciano les pidiera ayuda.
En Salamanca hemos podido comprobar en estos días la fuerza de la solidaridad, no solo de los militares y los bomberos de la provincia, sino de los ciudadanos que se han volcado en la recogida de ayuda para los damnificados por las inundaciones.
Los salmantinos, como la mayoría de españoles, sacan lo mejor de sí mismos cuando asoma la catástrofe. Al revés que los políticos, que se preocupan más de echarse la culpa unos a otros que de atender a las urgencias.
Estoy convencido de que el Gobierno sanchista era consciente de que el Ejército debía ser movilizado desde el primer momento, junto a la Guardia Civil, la Policía Nacional, los servicios de bomberos y los de protección civil, pero prefirió esperar. La presencia temprana del Ejército podría haber evitado los saqueos y el caos en las zonas más afectadas. Mandar a la UME junto a unos pocos cientos de soldados parecía una broma si tenemos en cuenta la extensión, la gravedad y la magnitud de la tragedia. Pero así hemos estados dos días, hasta que el aluvión de voluntarios y la presión política y mediática ha forzado al Gobierno a multiplicar los efectivos.
Sánchez no ha querido asumir el liderazgo de los trabajos frente al desastre. Ha calculado que no puede sacar rentabilidad de una situación de caos como la vivida en Valencia y ha preferido dejarle la responsabilidad al presidente de la Generalidad valenciana, Carlos Mazón. Como si no estuviéramos en una situación de alarma nacional. Lo que sí ha hecho Sánchez ha sido decretar tres días de luto que son tres días en los que no se puede hablar de sus escándalos. Más que preocuparse por los miles de valencianos que lo han perdido todo bajo el empuje del agua, el presidente del Gobierno se interesa por tapar sus casos de corrupción, desde el registro en el despacho del fiscal general de Estado a las nuevas imputaciones a su mujer pasando por el nuevo «cuponazo vasco», que impone un impuesto a los bancos en toda España salvo en el territorio de los «recogenueces».
Tragedias como la de Valencia tienen la virtud de sacar lo mejor y lo peor de las personas. Por una lado la solidaridad sin límites y por otro la avaricia y la ruindad sin límites. La historia no olvidará a ninguno, ni a los solidarios ni a los mezquinos.
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