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Con el corazón encogido por las terribles imágenes de lo ocurrido en Valencia, navegamos entre el dolor y la indignación. Dolor porque la descomunal DANA se ha llevado por delante la vida de un centenar de españoles y ha colocado al borde de la desesperación a miles de ciudadanos que lo han perdido todo o casi todo por el empuje de las aguas. E indignación porque no podemos entender cómo a estas alturas del siglo XXI somos incapaces de prever, paliar y hacer frente con las tecnologías más modernas a este tipo de desastres.
Cuando ocurre una desgracia de estas dimensiones suelen producirse fallos en cadena. En el caso de las inundaciones de la tarde-noche del martes al miércoles, se tardó demasiado en dar la alerta. Los mensajes masivos a los móviles de las zonas afectadas los lanzó Protección Civil pasadas las ocho de la tarde, cuando AEMET había avisado del máximo nivel de alerta (roja) a primera hora de la mañana y a las cuatro de la tarde ya se habían producido graves inundaciones en pueblos de Valencia. Muchos de los ciudadanos que luego quedaron atrapados por las aguas se enteraron de la gravedad de la situación cuando ya estaban en la carretera o en zonas bajas inundables que no podían abandonar.
En general, la tragedia de estos días debería promover una reflexión sobre la utilidad de las alertas meteorológicas en España. Parece obvio que los organismos oficiales lanzan demasiadas alertas de todos los colores, amarillas, naranjas y rojas, y que la banalización de los avisos contribuye a que los ciudadanos no les prestemos demasiada atención. En demasiadas ocasiones las alertas amarillas por lluvias potentes se quedan en lloviznas y las alertas naranjas por vientos huracanados acaban en una suave brisa sin años visibles. No hay en nuestro país una cultura de atención a los avisos de AEMET o de Protección Civil. Nos pasamos la mitad del año con alertas por olas de calor, por viento, lluvia, frío extremo y heladas. Lo raro son los días en los que no tenemos ninguna alarma de algún tipo. Así que nos hemos acostumbrado y no les damos mayor importancia. Cuando de verdad llega la catástrofe, nos pasa como al pastor del cuento, que no nos creemos que venga el lobo de verdad.
Una primera conclusión: menos alertas, más contundentes y con más sentido de la obligatoriedad para los ciudadanos.
Hay un problema también con las previsiones meteorológicas, que fallan en demasiadas ocasiones. El tiempo sigue teniendo un margen enorme de imprevisibilidad, y ni las más punteras tecnologías ni el uso incipiente de la inteligencia artificial consiguen afinar en el anuncio de fenómenos extremos como los que hemos vivido estos días. Eso no tiene remedio por el momento.
Lo que sí tiene remedio es la reacción de la clase dirigente ante tragedias como la de esta terrible gota fría. La indignación que nos provoca la falta de agilidad y coordinación a la hora de enfrentar las inundaciones se multiplica por cien cuando asistimos al espectáculo de las sesiones del Congreso de los Diputados, que los socios del Gobierno socialcomunista suspendieron a petición del grupo parlamentario del PP, pero solo en lo que atañía al control del Ejecutivo. Los diputados sanchistas y sus coaligados decidieron ayer mantener el pleno con el único y exclusivo fin de aprobar el asalto al Consejo de RTVE. Los populares abandonaron el hemiciclo y los diputados socialistas, comunistas y separatistas prefirieron dar prioridad al control de la televisión frente al trabajo y al duelo por lo ocurrido en Valencia. Todos ellos estaban mejor haciendo el indio en la India.
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