Secciones
Destacamos
La Constitución española cumple 46 años y dos días. En los últimos seis años ha sufrido todo tipo de ataques por parte del Gobierno de Pedro Sánchez, un presidente que la ignora, quizás porque ni se quiera conoce su articulado.
¿Alguien puede pensar por un momento que para Sánchez un salmantino es un igual en derechos que un catalán o un vasco? ¿Que les va a tratar por igual? ¿Que va a invertir lo mismo en una tierra y en otra?
El último golpe a la Carta Magna se lo propinó el inquilino de la Moncloa el mismo día del cuadragésimo sexto aniversario, cuando propuso su reforma buscando titulares y, sobre todo, intentando desviar la atención del público de la corrupción que le rodea. Desde luego, Sánchez no necesita reformar la Constitución porque le va muy bien con ella tal y como está. Lo que no le gusta de la ley de leyes española, no lo cumple; lo que le molesta, lo reinterpreta a su gusto; y lo que le obliga, se lo pasa por el forro. Tiene tantas intenciones de reformar la Constitución como de abandonar de forma voluntaria los sillones del poder.
A Sánchez le sobra la Constitución, como le sobra la justicia, la prensa libre y la oposición democrática. Gobierna con una cuadrilla de enemigos declarados de nuestra ley de leyes y no duda en conculcarla cuando así se lo exigen. Si tiene que dinamitar la igualdad de los españoles ante la ley aplicando una amnistía a los golpistas como si estuviéramos al final de una dictadura, no le tiembla el pulso. Si tiene que volar por los aires la cohesión entre territorios para conceder a los rebeldes catalanes una hacienda propia que empobrecerá al resto de los españoles, lo firma encantado. Si tiene que arremeter contra los jueces, acusándoles de 'lawfare', para proteger de la aplicación de la ley a su esposa, a su hermano o a sus socios y ex ministros, lo hace de mil amores. Si para amarrarse al poder tiene que embestir contra la libertad de prensa aplicando su poderoso aparato de represión a los medios de comunicación no afines, o tiene que mirar para otro lado mientras se conculca el derecho de una parte de los catalanes a hablar en español, Sánchez pone en ello todo su empeño.
No necesita reformar la Constitución, le basta con reventar sus costuras un día sí y otro también. Además, sabe perfectamente que nunca tendría esos tres quintos de los votos en el Parlamento necesarios para aprobar un nuevo texto.
Así que la Carta Magna es para él como el pito del sereno: se puede retorcer, pisotear y utilizarla como señuelo o como arma arrojadiza. Ahora dirá que no tenemos una Constitución del siglo XXI porque la ultraderecha no quiere negociar y pactar un nuevo texto. Es un crac y hay que reconocérselo.
Nada queda en España de aquel espíritu de consenso entre dirigentes políticos y entre colectivos y ciudadanos que permitió aprobar la Constitución. El sanchismo y su empeño por dividir a España con un muro, colocando a un lado al Gobierno y sus socios antiespañoles, y en el otro a todo aquél que no comulgue con sus manejos, han situado a nuestro país en las antípodas de aquella España del 78 que se asomaba a la democracia y a la modernidad. La concordia, el entendimiento, el consenso, el diálogo y la capacidad para llegar a acuerdos entre personas y partidos con diferentes ideologías han sido sustituidos por el odio, por la máquina de arrojar fango sobre el 'enemigo político', por la imposición de la mayoría Frankenstein sobre más de la mitad de los españoles, y por el ataque continuo del Gobierno a la oposición. Si aquella España ejemplo del mundo se mirara ahora en el espejo, no se reconocería.
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.