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Siempre que un nuevo suicidio asistido pone de actualidad la eutanasia vuelvo a hacer examen de conciencia, a mirarme los adentros y a tratar de reconocer qué haría yo en una situación como esa. Está claro que la eutanasia exige un debate moral y una regulación estricta que impida los abusos y las muertes interesadas. Y es cierto que existen. Pero más allá de ellos, está el derecho a decidir sobre la propia vida y el de morir dignamente.

Creo que no debe de haber nada más pavoroso que tener que ayudar a una persona a la que se ama a abandonar la vida, pero considero que el amor exige ese trágico esfuerzo. Hace tiempo leí un libro tan maravilloso como terrible titulado “El comprador de aniversarios”, de Adolfo García Ortega. En él se recorren durísimos momentos del Holocausto. Entre ellos, el de un niño pequeño —ni siquiera recuerdo la edad, 6, tal vez 8 años— al que, delante de sus padres los oficiales alemanes de uno de los campos de concentración, comienzan a acuchillar por diversión. Una puñalada aquí, otra allá, hasta alcanzar un recoveco, creo que cercano a la clavícula, que le provoca la muerte. Si yo hubiera sido la madre que contempla la tortura de mi hijo, hubiese preferido correr yo misma a clavarle un único y certero puñal en el corazón, para evitarle tanto dolor. No es extraño lo que les cuento. Entre otras historias de ese período bochornoso de la historia, está la de padres a los que les daban a elegir entre matar ellos mismos a sus hijos o ver cómo los quemaban vivos. Situaciones extremas, desde luego. Como lo son también las que retienen a personas durante años sobre sus colchones, padeciendo el dolor infinito del cuerpo y del alma retenidos en una enfermedad, en una invalidez o en la pura tristeza de una dependencia sin límites.

Me resulta imposible pensar que alguien condene al dolor continuado y sin remedio a otro ser humano. Que no se compadezca. Que no le deje morir. Que no le ayude.

Insisto en que es necesario estar muy atentos, porque, por desgracia, frente a la generosidad de ayudar a morir, puede existir el interés de otros en que la persona muera. Pero ni siquiera que exista me parece razón suficiente como para abandonar a quien no puede soportar ya más la vida y, afrontando todos los miedos a la muerte, incluido el de dejar a sus seres amados, decide elegirla.

¿Quién tiene potestad para obligar a otro ser humano a vivir sufriendo cuando no soporta más hacerlo? ¿Quién la tiene para condenar a quien ama al que sufre por ayudarle a terminar con ese sufrimiento?

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