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En 1930, John Maynard Keynes dio una conferencia en Madrid, concretamente en la Residencia de Estudiantes. La charla se tituló “Las posibilidades económicas de nuestros nietos” y en ella aventuró que en el año 2030 el horario laboral sería de quince horas semanales. Durante el pasado agosto, Jack Ma, que fue presidente de la tecnológica china Alibaba, aseguró que en ese año 2030 se trabajarán doce horas semanales.

Ninguno de los dos tenía una bola de cristal a mano, pero la sustitución del trabajo humano por máquinas y robots es ya un hecho y abundan los estudios que intentan cuantificar la eliminación de puestos de trabajo. Por ejemplo, Carl B. Frey y Michael B. Osborne dijeron en 2013 que el 47% de los trabajos estadounidenses estaba en riesgo de ser automatizado.

De todas formas, todo cambio tecnológico trae consigo destrucción de trabajo humano, pero a largo plazo siempre se e crearon otros empleos humanos y se produjo a la vez una notable caída de las horas de trabajo (por ejemplo, en el Reino Unido había 4,8 millones de trabajadores en 1801 y 16,7 millones en 1905). En cualquier caso, los trabajadores del año 1801 no hubieran sido capaces de realizar los trabajos que sí sabían hacer los de 1901. Lo ha dicho con gran precisión la semana pasada un trabajador de una empresa de azulejos de Castellón: “Seguirle el ritmo a los robots no es fácil. No se cansan, no paran”.

Parece evidente que los trabajadores de hoy, con sus conocimientos y habilidades laborales, no podrán encontrar ese mismo trabajo dentro de veinte años. El problema hoy es que la sustitución acelerada de trabajo humano por máquinas ha traído consigo hasta ahora una menor estabilidad laboral, una mayor precariedad y unos salarios más bajos. En otras palabras: un bien está produciendo un mal.

Y es que el capitalismo sirve para resolver muchos problemas, pero el reparto de las rentas no entra entre sus objetivos. Por eso será preciso cambiar radicalmente el sistema fiscal (que hoy carga la mano sobre los salarios) para poder financiar en el futuro lo que Andrés Ortega, del Real Instituto Elcano, llama “renta básica, que no universal, la cual se hará indispensable en un futuro próximo”.

Y si el Estado se ha de hacer cargo de esa renta básica, habrá de incrementar sus ingresos, lo cual no será fácil, aunque no imposible. Lo primero que viene a la mente es una nueva imposición, no sobre el avance tecnológico, sino sobre la apropiación privada de máquinas, robots y algoritmos varios.

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