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No es memoria de esa que se ha dado en llamar ‘memoria histórica’ (¡tan del desencuentro!), sino la memoria más viva de un presente recientemente ido, al que hoy quiero regresar con besos y rosas, llena de gratitud, admiración y respeto. Son nombres que han formado parte de la Salamanca cultural y hostelera: dos identidades, dos formas diferentes de hacer, con las que nuestra ciudad ha ido forjando su historia personal y su progreso.

Más allá de la hermosura pretérita de la Salamanca de piedra que llama al mundo, están los hombres y mujeres que la visten de arte y letras, y, también, los hombres y mujeres que perfuman con delicados aromas sus cocinas. Al turismo y a las gentes hay que darles tiempo para la contemplación, tiempo para el pensamiento y tiempo para la mesa. Y en esto nadie puede negarle a Salamanca la autoridad que por derecho hoy tiene, gracias a los que están y a los que en estos dos fatídicos años se han ido.

La pasada semana, en la multitudinaria gala de los Premios de Hostelería de Salamanca, se rindió merecido homenaje a algunos de ellos. Cuando en la gran pantalla sus ojos se abrieron, los recuerdos inevitablemente se multiplicaron. Tras cada nombre, una historia de esfuerzo y de pasión por Salamanca. Tras cada nombre, el ayer y el hoy de una Salamanca gastronómica y hostelera que, pese a las dificultades, se ha convertido en altavoz de la ciudad, viniendo a compensar los menoscabos de este oeste charro al que tantos gobiernos miran o miraron con poca generosidad o incluso desprecio.

El próximo jueves, el Centro de Estudios Salmantinos hará lo propio con los suyos. Una sesión académica e institucional in memoriam de quienes dedicaron buena parte de su vida a estudiar y defender la historia, el patrimonio y las tradiciones salmantinas.

Me consta que es grande la emoción y mayor aún el compromiso de los que están redactando los obituarios. Porque, como decía Federico García Lorca, las palabras podrán acercarnos a la belleza de las rosas, pero nada dirán de los matices que se escapan al aire. No quiero ni pensar los bolillos que habrá tenido que hacer mi amigo Pepe Bonilla para alcanzar a describir la personalidad de Alberto Estella.

Porque el que fuera uno de los columnistas más emblemáticos de esta GACETA, tenía lo mismo de sentimental que de ingobernable. La cultura y la gastronomía fueron dos de sus pasiones y siempre hizo de ellas una hoja de ruta para el viaje.

Sí, querido Alberto. Con estos mimbres Salamanca continuará trenzando la cesta. A todos los que ya estáis un poco arriba, los que hemos quedado abajo, os lo debemos.

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