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Unamuno escribió a un amigo: “Hemos hecho una excursión a los Arribes del Duero...Es una hermosa región; todos aquellos tajos, cuchillos y fayas (despeñaderos); cortes sobre el río, casi verticales y de 500 metros. Merece la pena el viaje”. Nosotros la hemos hecho mucho después que Unamuno. Cinco amigos entrados en años, un armuñés, dos riberanos - entre ellos un listo de Villarino (burro sólo hubo uno) -, y dos serranos. Curiosamente tres de nosotros llevábamos el mismo reloj, un “Omega” en cuya parte posterior aparece el logotipo de la empresa que se lo regaló cuando sus respectivas jubilaciones, y para la que los tres trabajaron (si, la misma que preside un galán charro, y que extrae incontables Kilovatios del Duero).

El cronista había visto en su periódico la instalación en Saucelle de un nuevo mirador sobre el Duero, y asombrado por la fotografía llamó a un amigo arribeño ilustrado, advirtiéndole: “Venancio, he visto en la prensa la plataforma del Picón del Moro y me he puesto cachondo, voy para allá”. Pascua Vicente, que escribió un precioso libro – “Desde las Arribes” -, apaciguó mis impulsos viajeros, y días más tarde se nos unieron tres excursionistas. No fuimos con don Miguel, claro, pero si con su obrita sobre los Arribes y, sobre todo ¡con “el segundo Anamuno”! Así llamó elogiosa y afectuosamente a nuestro guía – cambiando la U inicial por una A -, un humilde miezuco que nos salió al paso en el camino que va hacia el Colagón del Tío Paco y otros prodigiosos miradores del término de Mieza. No en vano el Rector de nuestra Universidad había anotado que “dentro de la región salamanquina, (es) el territorio más rico en cosecha lingüística”.

Venancio Pascua padece de filopatría severa, el cariño por el pueblecito en el que le nacieron y se crió. Pretende crear entre sus riberanos una conciencia de comarca, lo que él llama Arribesía. Ya octogenario, hay que oírle describir las inclemencias de la época anterior a los saltos, en que el comercio local consistía en caminar con abarcas los veinticinco kilómetros que separan el pueblo de Vitigudino, para vender en su mercado las aceitunas – monocultivo en Mieza -, quitado el amargor con ceniza, y cada una con un par de cortes, que allí dicen jabetadas. Es tal el afecto por su patria chica y sus gentes, que Venancio se ha ganado ese afectuoso apodo del “segundo Anamuno”, habiendo sido el primero, sin duda, el más importante personaje que pasó en la historia por aquellos municipios – los siete apellidados “de la ribera” -, cuando todavía en alguno los catarros se curaban enterrándose entre el estiércol de la cuadra de las caballerías. “Cuando aquellos abuelos – dice Venancio -, segando, podando, levantando paredes, se machaban o se hacían heridas, lo más inmediato era lavar y curar la herida, meando sobre ella” (como el Azarías de Delibes en “Los Santos Inocentes”).

Desde Gerardo Diego nadie había escrito páginas tan hermosas del Duero - que según el poeta “pasa llevando en sus ondas, palabras de amor, palabras” -, como este instruido arribeño: “En su lento caminar – escribe Pascua -, el Río canta los Oficios divinos del gregoriano de Silos, horas primas en la Concatedral de Soria, tercias en San Juan de Rabanera, nonas en la catedral de Osma...Escucha los salmos...en los coros de los Monasterios entre volutas de incienso...”.

Objetivo del viaje: la Code de Mieza, una sajadura en el granito de la Ribera, donde nuestro insuperable guía escribió que filosofaban los abuelos de su pueblo. Y como uno no posee las dotes literarias y paisajísticas de Unamuno, se rinde ante el texto de Venancio: “Estamos en lo alto del Picón de la Code. Ante la majestuosidad de este cañón que tienes delante, te sientes pequeño, un insignificante pelele, una brizna de hierba, una pluma de ese jilguero que canta en la rama del almendro...El buitre, el gran señor de las Arribes, pasa junto a nosotros... Planea guadañando el aire con su cruz mayestática...” Me pregunto : ¿Como hay tantos paisanos que viajan a las Islas Seychelles sin conocer las Arribes?

Esta crónica estaría incompleta si no relatara que en la Casa Rural – llamada, como no, “Mirador de la Code” -, nos sentamos en torno a un cordero criado por Gildo, hermano de la posadera María del Mar y asado en el horno del panadero. Entre un comisque, dos comensales normalitos y dos tragaldabas, aquella tierna criatura sucumbió entre lágrimas de gratitud al Creador, el criador, el panadero y la mesonera.

No creo necesario decirles que nos trajimos la Code, en palabras de Unamuno, “agarrada a los hondones de la retina del espíritu”.

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