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CUANDO yo era aprendiz, él ya era Maestro. Hoy miro esta página en la que escribo y, desde que empecé hace ya casi veinte años, es la primera vez que me falta su palabra. Hoy estoy más desnuda que nunca.

Usar la palabra no es tarea fácil. Ya decían los clásicos Cicerón y Demóstenes, que para manejar correctamente la palabra había que trabajar tres aspectos por encima de los demás: conocer, convencer y cautivar. Pero para que la palabra pueda llegar a actuar hay que conocer el lenguaje, porque el lenguaje es el orden de la inteligencia. Pensamos con palabras, sentimos con palabras, sin las palabras no podemos interpretar el mundo y, más aún, no podemos construirlo. Para los conocedores de la Historia Sagrada el origen de todo fue la Palabra y el hombre en la antigüedad utilizaba la palabra “evohé”, para invocar a Dios. Pero la palabra va mucho más lejos de cualquier religión o creencia, pues es ella la que a todos nos explica el mundo. De las palabras hay que conocer sus matices, sus colores, sus bondades, sus beneficios y ¡cómo no! sus poderes curativos o destructivos, porque las palabras son dagas, son armas que provocan guerras o que construyen la paz. Sin lenguaje, no hay personalidad. Un lenguaje pobre, sin la sintaxis correcta, sin la puntuación adecuada, refleja una inteligencia más pobre aún.

Este ojo que observa, siempre observó a Alberto. Aprendió de su palabra, de su manera de escribir, de amar y derrotar con la palabra, de construir y de explicar con esa pluma que Dios le dio y que él, tan extraordinariamente, utilizó. Sabía elegir la palabra y la sintaxis tan certeramente, que para mí se convirtió en un asesor de inteligencia. Recuerden, sólo las mentes ordenadas, pueden trasmitir ordenadamente. Sus palabras valían mil veces más que una imagen. Cuando escribía de ésta nuestra tierra, era capaz de enamorar a tal extremo, que te sacaba lágrimas de emoción. Él podía hablar de cualquier cosa y darle su impronta al texto, ordenando las ideas, colocándolas correctamente, con la belleza de quien equilibra, dándole fuerza y una emoción tal que transmitía todo: lo bueno, lo malo y lo regular, con personalidad de Estella Goytre.

Lo extraordinario de Alberto no era lo que decía, sino cómo lo decía. Él era el actor principal de la representación de la palabra, porque escribir implica ser un poco actor y lo bordaba como nadie. En ese aprendizaje de su verbo siempre sentí cuánto amaba al lector, porque Alberto cuando escribía o hablaba, lo hacía con tal conocimiento y exactitud que buscaba la palabra perfecta... ése es el único camino para no despreciar al lector, ni a uno mismo.

Gracias por haber sido presente cuando tocaba y subjuntivo cuando era necesario, porque de ahora en adelante ya siempre serás futuro.

Desde este corazón... con lágrimas.

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