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Tras más de cuarenta años de régimen constitucional, hemos aprendido poco, si no es que hemos retrocedido. Políticos cortoplacistas que solo parecen preocuparse de los resultados electorales han tomado los mandos, extendiendo sus modos y maneras a los tres poderes; también al judicial, el brazo del Estado cuyo sustrato democrático es más liviano.

No me asusta combinar justicia y política, en tanto se respete el correcto significado de esta última. El Derecho no es una ciencia exacta. De serlo, hace tiempo que los tribunales habrían sido sustituidos por un ordenador. Tampoco se recurrirían las sentencias, pues no habría lugar a segundas opiniones. Cuando un juez decide, actúa dentro de la ley para adoptar la solución que, desde su cabal perspectiva, mejor resuelve el conflicto planteado. A los jueces se les encomienda la administración de un poder que se legitima a través de su sano ejercicio. Sin embargo, una perversa práctica lleva a los ciudadanos a identificar política y partidos, y a los partidos con la aritmética electoral. No pocos jueces, siempre demasiados, se suben también a ese carro, tirado por las asociaciones profesionales. Mediaba noviembre de 2018 cuando conocimos el mensaje de Cosidó dirigido a sus senadores; nada nuevo bajo el Sol, pero vergonzante para cuantos tomaron parte en el acuerdo. En estos casi cuatro años, los partidos mayoritarios han disfrazado de falsa dignidad el peso de sus respectivos pañales. También, tiempo de contumaz resistencia de la leal oposición a cumplir aquello a lo que obliga la Constitución.

Tarde ha dimitido el presidente del CGPJ. Todos sus miembros deberían haberlo hecho hace tiempo, pues creo que su permanencia responde mucho más a la defensa de unos intereses de parte que a un ejercicio de responsabilidad en el marco de una institución desprestigiada, incapaz de designar a dos magistrados del Tribunal Constitucional. No fueron al desfile de la Fiesta Nacional, pero sí al besamanos y a los canapiés en el Palacio Real.

Es normal que el Consejo de Europa –no la Unión Europea, señor Núñez Feijóo– denuncie el deterioro de nuestro poder judicial. Con todo, la dimisión de Lesmes conduce forzosamente al acuerdo. Unos dicen que “ahora van en serio”, como si lo ocurrido hasta ahora fuese una broma.

Otros aseguran que las partes “se han dado una última oportunidad”, aparentando dar a entender –otra vez– que el cumplimiento de las obligaciones depende de su exclusiva voluntad. Respeten al Parlamento y, puestos a reformar, valoren acotar la deliberación con la amenaza final de un sorteo entre los candidatos propuestos por los jueces. Veríamos cómo corren.

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