En el suplemento de Campo del pasado martes se recogía una noticia acerca de la situación del sector de ganado ovino, que me ha llevado a plantearme las siguientes preguntas: ¿llegará un momento en el que no habrá, en el peor de los casos, lechazos de las razas churra y castellana para tomarnos un buen asado o unas chuletillas?
Y otra complementaria de la anterior: ¿llegará un momento, en el mejor de los casos, en el que, aunque si haya lechales de esas razas, el precio sea tan prohibitivo que deleitarse con un cuarto asado o unas chuletillas a las brasas o al sarmiento sea prohibitivo? No creo que lo primero llegue a suceder, pero lo segundo, la hipótesis de los precios caros está aquí ya. De hecho, ahora mismo nos encontramos ante el momento de cotizaciones más elevadas de toda la historia, tanto para los animales pequeños (los lechales), como para los de más peso.
Las razones son varias, pero destaca una de ellas: la caída de la cabaña, de las explotaciones y del número de ganaderos. Los datos que se aportaban en esa noticia eran muy claros: solo en Salamanca en un año se han perdido más de 20.000 ovejas, pasando de 323.946 en 2022 a 303.236 este año, con datos de principios de octubre; si nos remontamos a las cifras de 2017, la caída ha sido de 100.000 cabezas de ovino desde ese año. Y eso es extrapolable también al resto de provincias de Castilla y León y a la mayor parte de España. Estamos hablando de un sector muy esclavo en el que se padece de forma muy evidente un problema de carácter general que afecta a todo el conjunto del campo: falta mano de obra, con carácter general, y especialmente no hay pastores, tanto para los rebaños de extensivo, como para las explotaciones intensivas o estabuladas.
Podría pensarse que, si los precios suben y se sitúan a niveles como los actuales, habrá personas interesadas en incorporarse a esta actividad ganadera. La verdad es que lo dudo mucho y, además, el que abandona ya no vuelve. Por eso, mucho me temo que va a continuar el declive del ganado ovino en los próximos años, salvo sorpresón gordo, con todas las implicaciones que eso tiene. Y me refiero a una de ellas: ¿quién aprovechará las rastrojeras de nuestros campos de cereales? Respeto a las preguntas con las que abría esta columna, alguien me podrá plantear que siempre nos quedarán las importaciones de lechales de otros países, como sucede todos los años en las semanas previas a la Navidad. Ya, pero no es lo mismo, porque no se trata de lechazos de raza churra o de la castellana. La cosa pinta mal.
