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Ambos son ingenieros agrónomos. Se conocieron trabajando en una multinacional dedicada a la alimentación. Ella tenía un puesto en el departamento de gestión de calidad y, él, en la supervisión de producción. Pese a que no tenían que pagar alquiler porque su vivienda pertenecía a la familia, todo el sueldo se les iba en pagar la comida de los cuatro o cinco primeros días de cada mes. Para dejar atrás una inestabilidad e inseguridad constante, decidieron abandonar Venezuela. El dinero del billete de avión a España lo obtuvo el venezolano K.B. vendiendo las neveras, el aire acondicionado, el televisor, la moto... Medio año después, él y su pareja, G. D., viven en Salamanca. Su hogar es una habitación en un piso compartido, en la que en julio harán hueco también a la hija de 10 años que ella tuvo en una relación anterior. En la misma vivienda de cuatro dormitorios, con un solo baño y sin salón, residen otras dos parejas de inmigrantes —una de hondureños y otra de un nicaragüense y una colombiana— y un español.
Aunque ambos son solicitantes de asilo —protección internacional que están consiguiendo muchos de los venezolanos que llegan a España con visado de turista—, los trámites son muy lentos y siguen sin papeles que les permitan alquilar un inmueble por sí mismos. Por ello, viven subarrendados y, de momento, teniendo en cuenta los plazos de Extranjería, tienen muy claro que a corto plazo no pueden aspirar a más. «Cuando llegamos a Salamanca, solo conseguimos una habitación, porque nadie quería empadronarnos en su vivienda», comenta K.B, que llegó a la ciudad del Tormes el pasado 29 de noviembre. «No creo que podamos acceder a una vivienda entera. Uno de los principales impedimentos es que nos piden contrato de trabajo, una fianza de dos meses de alquiler... Muchas cosas con las que los inmigrantes no contamos», añade. Al no tener aún permiso de trabajo, los únicos ingresos que obtienen llegan por trabajos que realizan si estar dados de alta. «Trabajo en la construcción cuando me llaman, pero fuera de la ciudad, en pueblos, por miedo a las inspecciones», reconoce el titulado en Ingeniería Agrónoma. Su mujer, que posee el mismo título, ahora se gana la vida limpiando.
En julio, una vez acabado el curso escolar, su intención es que la hija de 10 años, que actualmente se encuentra en Levante con su padre, se mude también a Salamanca y viva con ellos. Ante las dificultades para acceder a una vivienda completa, al menos, hasta tener todos los permisos, «hablamos con la dueña del piso, la que nos alquila, y le pedimos que la niña se pueda quedar que en la misma habitación porque en estos momentos no hay otra manera de poder estar juntos», explica agradeciendo la ayuda que le dio Cáritas cuando llegó a Salamanca y que le permitió comer durante dos meses.
¿Le ha merecido a esta pareja dejar atrás su antigua vida, profesión, casa, amigos...? «A veces me pregunto si realmente, valió la pena teniendo en cuenta que en Venezuela no compartíamos casa con nadie y teníamos nuestra privacidad. Pero, cuando hablamos de la calidad de vida, no hay comparación. Aquí, al menos, si un día trabajas, puedes ir al supermercado y darte el gusto de comprar lo que quieres sin limitaciones, cosa que en Venezuela jamás se puede hacer», comenta el joven. El detonante que le llevó a abandonar su país fue un accidente de moto en el que se fracturó el brazo izquierdo. Pasó tres días de hospital en hospital tratando de que le escayolaran porque no había material disponible, y al final tuvo que comprarlo él. Frente a ello, sabe que, aunque tarde, aquí su calidad de vida irá mejorando.
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