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Miércoles, 12 de enero 2022, 09:20
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Carmelo Gómez (Sahagún, León, 1962) pasó en Salamanca algunos de los mejores años de su vida, años de ilusión y formación. El intérprete regresa al Liceo el sábado 15 de enero con “A vueltas con Lorca”.
–¿Siente más responsabilidad cuando actúa en Salamanca?
–Estoy más confiado. El otro día estuvimos cerca de Sahagún y eso sí que me pone un poco nervioso, que vengan los de mi pueblo: siempre tienen algún “pero”; sobre todo mi padre, que me dice que termino haciendo personajes que no quiere nadie. En Salamanca empecé a hacer teatro, voy muchísimo a la ciudad, y cuando actúo vienen a verme mis amigos del teatro, de Garufa y El Carro de Tespis, que ya peinan canas.
–¿Recuerda su pasado en la ciudad con intensidad?
–Siempre que voy a Salamanca hago la función como un homenaje a la ciudad y pienso en todo el pasado. ¡Salamanca es la bomba! No sabía si nos iban a programar con esta función y confieso que estaba nervioso. Cuando nos llamaron de Salamanca fue una alegría tremenda. Salamanca para mí es una plaza importantísima.
–Ha dicho que Lorca escribía para ser querido. Pero todos vivimos para ser queridos.
–Exacto. Él quería ser querido y todos queremos ser queridos. Él habla consigo mismo en primera y en segunda persona, dos elementos que conjuga constantemente en ese diálogo con él mismo. Por eso encontramos un diálogo con nosotros. Lorca es universal porque no se hacía ninguna pregunta a sí mismo que nosotros no nos hagamos. Todos queremos querernos y que nos quieran, pero nadie te puede querer si tú no tienes capacidad de querer a los demás.
–No tiene ningún ritual antes de salir a escena. Antes calentaba físicamente y vocalmente.
–Ahora me pongo en la puerta, doy la bienvenida a los espectadores y también les doy las gracias por venir al teatro. Ya no creo en esas cosas de calentar. Porque nada más que subes al escenario... ¡pum! Y, además, tienes todo el día para concentrarte y no dispersarte con el mundo cotidiano para que tu energía esté centrada en el conflicto que vas a desarrollar y dar lo mejor de ti y el mejor espectáculo. Desde por la mañana tengo el ritual de no desgastarme, de dar un repaso a determinadas cosas, pero algo evanescente, como un duerme-vela hasta que llegas a la función y algo hace ¡pum! Y dejo que la función me lleve: nunca he estado en un proceso creativo tan divertido, apasionante y vertiginoso.
–¿Se ha reconciliado de nuevo con el oficio?
–El teatro me conforma. En Salamanca empecé haciendo teatro con una ilusión... con chispas en los ojos, yendo por los pueblos, a todas las iglesias. Tuve la suerte de acertar con algo que me hace muy feliz. El teatro te rejuvenece (el cine igual no tanto) porque el público es una máquina de energía impresionante y te entra por los poros. Es muy difícil que deje el teatro definitivamente. Con el cine, dije: “Se acabó el estar haciendo pruebas y castings”, pero a Imanol Uribe le he dicho que sí a la película sobre el asesinato de Ellacuría y los jesuitas en El Salvador. Puedo hacer alguna película porque me llama mucho la atención o poner voz a unos dibujos animados... Pero no estar pendiente de que me den otro papel en el cine, de si estás nominado o no... Ya no tengo nada que ver con ese tinglado.
–Si volviera a nacer...
–Sería lo mismo, pero igual en Alemania. Allí, los actores de teatro se sienten queridos y trabajan a fondo. Aquí seguimos con una ley donde los ensayos no se pagan; se empieza a pagar a partir del día 42, con lo que el día 42 es el día del estreno... Todas esas triquiñuelas para que tú vengas de casa con el texto aprendido. Lorca decía: el pueblo que no ama su teatro, si no está muerto está moribundo.
–Llegó a Salamanca tras discutir con su padre. Le ofrecieron una cama turca en un piso.
–Tuve la suerte de discutir con mi padre: siempre que estudiaba teatro, me rompía los papeles y teníamos unas grescas importantes. Decidí largarme. ¿A dónde? Había un amigo en Salamanca que trabajaba en una tienda de fotografía y allí terminé yo vendiendo carretes, en la plaza de Barcelona y en la avenida de Portugal. Allí estuve tres años. Un día este amigo me trajo un periódico: Garufa estaba buscando actores y yo llamé.
–Y entró en Garufa.
–Allí conocí a Amable Diego, de la Diputación, que es un artista manual impresionante. Fue un contacto emocionante con el teatro, con una gente que estaba muy volcada con el oficio. José Antonio Sayagués tenía siempre muchísimas ideas en la cabeza y era un líder que metía a todo el mundo la ilusión en el cuerpo. Y conocí a Agustín Guevara, con quien volví a coincidir en “El viaje a ninguna parte”, la película de Fernando Fernán Gómez donde los dos éramos dos figurantes con frase. También me pasó todos sus romances de ciego, me inventé otros dibujos, y durante mucho tiempo estuve haciendo romances de ciego.
–¿Es actor por azar?
–Yo quería ser actor, pero me imaginaba que solo iba a ser amateur. Pensé que iba a tener otro trabajo y en las horas libres meterme en la sala de ensayo. En el campo amateur se hacen cosas muy bonitas, pero para hacer teatro hace falta el tiempo y la dedicación que te da el mundo profesional.
–¿Tiene algún recorrido sentimental en Salamanca?
–Todos. Me acompaña una imagen del Teatro Bretón, donde yo actué, derruido, en escombros salvo una pequeña balaustrada de un palco; a nadie se le ocurre tirar una catedral y se tiran teatros. En Salamanca hay rincones que considero míos, de cuando llevábamos las bufandas negras hasta el suelo e íbamos vestidos todos de románticos y nos pintábamos el ojo de negro. Viví en cuatro pisos en Garrido y me trae muchos recuerdos.
–Se sintió fascinado por el sexo libre.
–La puerta del piso de Manolo, del Carro de Tespis, estaba siempre abierta. A cualquier hora, empujabas y entrabas en el piso. Y siempre había alguien, era como un teleclub: estudiantes, gente liberal y bondadosa.... Viví mis primeros amores en Salamanca. Había unos estudiantes alemanes en el piso y nos dieron una visión más universal de cómo se vivía en otros lugares. Y luego, cuando fui a Madrid a la Escuela de Arte Dramático añoraba Salamanca constantemente. Trabajaba en un club deportivo de un gran colegio y hacía muchas horas en autobús para dejar a los chavales en sus paradas. Y había días que lloraba como un niño porque quería volver a las carreteras, a las iglesias, a colocar focos y hacer allí la función, que también es el espíritu de La Barraca, de Lorca.
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