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S. Dorado

San Felices de los Gallegos

Martes, 3 de junio 2025, 06:00

Modo oscuro

El apelativo «de clausura» infunde cierto temor a algunas personas, que asocian este estilo de vida a un lugar lúgubre y triste, nada más lejos de la realidad que viven las religiosas que insuflan vida al convento de La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, el alma de San Felices de los Gallegos que habitan diez monjas de la Orden de San Agustín. Un luminoso patio rodeado de petunias de todos los colores deslumbra nada más acceder a este convento de 1508.

«Esto no es como la gente cree, el simbolismo que tenemos aquí es reflejo de la luz que hay en el interior», explica la superiora, Rita Sánchez Vicente, y aunque se refiere al interior del convento, este mantra podría aplicarse también al interior de los corazones de las diez Agustinas. Los rayos del sol bañan el patio interior y también el huerto que sacan adelante, anejo al pequeño cementerio de las hermanas que han fallecido.

El aislamiento se rompe con la llegada de Dani, un profesor que da clases de español a las hermanas que lo requieren, y con la llegada, en otras ocasiones, de un vecino de Lumbrales que colabora en las tareas y el mantenimiento, así como la de otras personas que donan alimentos. Rosas, calas y olivos deslumbran en el huerto, provisto de repollos, lechugas, cebollas, tomates, acelgas, alcachofas y mucho más.

Cada rincón está cargado de magnetismo e historia, y tan solo el gorjeo de los pájaros, la campana que avisa, a modo de timbre, del horario que escrupulosamente siguen para oraciones, liturgias, labores y comidas, y el maullido de Polito, el gato que vive con ellas, penetran en esta fortaleza de paz. Rita lleva 75 años en el convento, «desde 1950», apostilla, y recuerda con nitidez uno de los momentos más extraordinarios que ella, junto a otras hermanas, compartió en 2011 durante la visita del nuevo Papa, por aquel entonces sencillamente su hermano Agustino, el Padre Prevost, o, para ellas, Robert Prevost, a España.

«Había muchísima gente, pero no sé cómo, alguien pidió que se hiciera una foto con nosotras, y así fue». Esta foto, junto a otras del Padre Prebos, es hoy uno de los más preciados tesoros de estas monjas Agustinas. Rita besa la fotografía, la cual sujeta con emoción, y aún las lágrimas de alegría asoman a sus ojos, a juego con la más amplia de las sonrisas, al procesar que el que un día fue un abrazo con su hermano, hoy es un abrazo a su Santidad.

«El capellán Antonio Risueño había terminado la misa, entró a la sacristía, y en esto sale pasillo abajo dando voces: ¡fumata blanca, fumata blanca!, y dice: cuando sepamos el nombre ya lo diré. Yo dije: Padre Prevost. La que estaba a mi lado, dijo: si. Al rato salió una hermana tras ver la noticia y lo anunció», rememora. «Aquello fue desbordante; unas reían, otras lloraban de alegría», señala. Las risas no han dejado de surgir y, como si de una estrella del rock se tratara, alguna hermana advierte con humor, mientras sostienen la foto todas juntas: «Yo fui aún más afortunada, porque me está tocando el brazo».

Lo que para muchos es inalcanzable fue accesible para ellas sin ser conscientes de lo que a día de hoy supondría. Rita pone de ejemplo a un fiel que como regalo de cumpleaños quiso ir a Roma a ver al Papa, «y solo pudo verlo de lejos en una ventana, chiquitito chiquitito...y varias novicias y yo nos hicimos una foto con él y nos dio un abrazo», relata la madre superiora, aún conmovida. «Nos abrazamos, no pensando en que un día sería papa».

Pero este nombramiento tiene un significado aún más profundo para las Agustinas: «Esto supone que nosotras adquirimos mayor responsabilidad, tenemos la misión de ayudarle en este camino, porque no es una posición fácil; no querría estar en su lugar», señala. «Es una persona muy acogedora, que sabe escuchar, es sencillo...».

En su andadura como Agustina, Rita recuerda que el convento ha llegado a tener hasta 28 monjas hasta llegar al día de hoy, en el que la diversidad racial queda patente con la presencia de hermanas de Kenia y Camerún. Hasta Polito se mimetiza con los hábitos, luciendo un pelaje blanco y negro, y, en ocasiones, hasta se recuelga del cordel de la campana, haciéndola sonar. Desde la hermana más joven, de 27 años, hasta más mayor, de 93 años, las Agustinas de San Felices de los Gallegos se entregan a una vida de vocación y servicio.

Dulces de todo tipo hechos con amor

Hojaldre, cabello de ángel y chocolate son algunos de los ingredientes con los que trabajan en el obrador estas religiosas, que elaboran repelaos de almendra, perrunillas, cordiales, negritas, obleas, suspiros de Jesús Nazareno y mucho más. La madre superiora anima efusivamente a la gente a que acuda para adquirirlos. «Es una pequeña aportación que ayuda mucho», revela humildemente. «Además, ahora tenemos la entrada preciosa, no siempre luce con tantas flores». Podría ser la primavera, y no la Navidad, la época idónea para visitar a las Agustinas, que limitan la mayoría de sus ventas de dulces a las excursiones que pasan por allí.

El mundo que les rodea, la única televisión

Las monjas más jóvenes utilizan internet, y es así como informan a las demás de noticias de interés. En cuanto a la televisión, la que tienen está en desuso. Lejos de distracciones mundanas, se centran en la contemplación espiritual y en el mundo que las rodea, en contacto con la pureza de la madre tierra. Más allá del patio central, la hermana Lucía divisa, en el campanario de la iglesia, las idas y venidas de las cigüeñas que, generación tras generación, surcan los cielos del convento. «Nos sabemos su vida al dedillo», asegura. Como si de un documental se tratara, Lucía se sienta para observar lo que hacen. «Esta es mi televisión».

«El Padre Prevost nos abrazó y no imaginamos lo que sucedería después»
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