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HACE veinte años los jóvenes estábamos con el agua al cuello pero, ocasionalmente, podíamos sacar la cabeza y respirar un poco. Tener una casa en propiedad era un sueño casi imposible, por eso nos amancebábamos y, con dos sueldos, más mal que bien, tirábamos adelante. Empezábamos un proyecto de futuro, traíamos un par de terrícolas al mundo y financiábamos un BMW a treinta años. Nos denominábamos, entre la risa resignada y el llanto, mileuristas. También es cierto que aquellos que estaban mejor preparados conseguían salarios más dignos. En resumen: en España había oportunidades para todos y a la medida de todos.

A los chavales de ahora no les falta de nada, salvo la esperanza. Los que están mejor capacitados para los estudios no ven el momento de terminar la carrera y largarse del país. Es lógico. No se quieren quedar para cotizar por una limosna; para pagar impuestos que costeen las paguitas de los que vienen a pagarnos las pensiones, o para que la menestra de igual-dá pueda meter a dedo a más empoderadas en su chiringuito. Algunos chavales, aún, tienen alguna salida pero, ¿y los demás? ¿Qué promesa de futuro pueden tener todos aquellos que forman el gran puñado que hace un país? ¿Estarán estudiando una devaluada carrera hasta los cuarenta, en la casa de los padres, para sacarse a los cincuenta una placita de funcionario a la que aspirarán otros cien mil?; ¿serán eternos becarios?; ¿tendrán un oficio y abrirán una pequeña empresa para que, día sí y día también, el Estado los tenga puteados?; ¿serán precarios repartidores de pizzas eternamente?; ¿se lanzarán a asfaltar carreteras para que a los sesenta no puedan arrastrar ni los huesos?, —como para cotizar hasta los setenta y cinco—.

Sobra decir que no justifico los arranques de violencia que se están dando entre nuestros jóvenes, pero tampoco puedo juzgarles. Les comprendo. Están amargados. Están hartos. Esta sociedad que los ha hecho precoces en todos los aspectos también les ha privado de futuro. Ven aquello que los demás hemos descubierto con los palos que da la vida en sus callejones más oscuros, y no lo quieren para ellos.

Sólo les queda la divina juventud. Aprovechan el presente drogándose todo lo que pueden, bebiendo hasta desfallecer, apostando unas perras en las páginas de apuestas y, cuando salta el chispazo, desahogan toda esa rabia a puño cerrado, quemando contenedores o tirándole piedras a la policía.

Quizás usted piensa que su hijo no es de esos, quizás piensa que sale con los amigos para recitar a Góngora en el parque.

Los padres nos consolamos pensando que les hemos dado todo lo mejor para que puedan caminar por el sendero de la vida, pero no nos hemos parado a girar la vista y comprobar que les hemos dejado el camino lleno de cristales rotos. Y esto sí es culpa nuestra.

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