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LA muerte hace treinta años de Freddie Mercury nos dejó sin un extraordinario tenor. Aún resuena en nuestros oídos el formidable eco del himno de la Barcelona Olímpica, en dúo con su amiga “Montsy”. Pero esa marcha prematura no significó la extinción de los tenores. Aún estaban Alfredo Kraus, Pavarotti o Plácido Domingo, y era un adolescente prometedor Juan Diego Flórez. No sucedió lo mismo, ay, con los tenores políticos, los mejores de la transición, que dejaron en el hemiciclo arias y romanzas parlamentarias inolvidables. Ni con los de la IIª República, que tuvo oradores magníficos, como José María Gil Robles. Fue Ortega y Gasset quien hace setenta años, cansado de lamentables sesiones durante la Restauración, se dirigió así a las Constituyentes: “Nada de estultos e inútiles vocingleos, violencia en el lenguaje o en el ademán; hay, sobre todo, algo que no podemos venir a hacer aquí : ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí”. El que Indalecio Prieto llamaba despectivamente “la masa encefálica”, no se refería a tenores como Carusso o Fleta. Aludía a los de Antonio Machado, que en su retrato invita a desdeñar “las romanzas de los tenores huecos/ y el coro de los grillos que cantan a la luna”. Es decir, el desprecio por quienes ahuecan la voz para soltar una majadería, o se engolan para que resuenen las necedades que brotan de su oquedad. En mi pueblo les dicen cabeza hueca, o alma de cántaro.

Tenemos payasos, tenores y jabalíes para hartarnos. Las 17 asambleas, las diputaciones, cabildos..., y las ocho mil corporaciones locales, han criado multitud de necios con ínfulas de Disraeli, ademanes de arriero, y vocabulario cuartelero. Es raro que no haya uno por cada núcleo de población, como suele haber un juez de paz, un discapacitado, y algún granuja. A la clasificación de Ortega habría que añadir hoy a los cuasi perroflautas, los desharrapados postineros, a veces con pelambreras o rastas que piden a gritos champú.

El jabalí mas chulo es sin duda Rufián, aunque ahora seguido de cerca por Odón Elorza, que defiende etarras e insulta a demócratas a voces. El tenor vacío sería el ínclito burgalés Tudanca, exigiendo ayer —¡coño!, otra vez —, que Mañueco dimitiera de inmediato, pero diciéndolo bajito y sin creérselo. Lo hubiera hecho mejor su segunda, la audaz zamorana Ana Sánchez, que pone cara de arpía y masca las palabras cuando acomete a la bancada de la derecha. A la payasa la tenemos en el Ayuntamiento de esta ciudad.

Todo esto dicho “sin acritú”, como puso de moda Felipe González. Pero desde entonces, políticamente —¡ay —, hemos pasado de la leche pasteurizada a la leche agria, y hoy se han impuesto parlamentariamente las asperezas, la mordacidad, y hasta el insulto. La palabra mas escuchada es ‘fascista’. Hay que ver la facilidad con que vuela como un guijarro buscando hacerle una pitera al oponente, cuando no descalabrarlo. Lo curioso es que a pesar de su desgaste e inoportunidad, llamar fascista ¡sigue funcionando!, como las pilas alcalinas. En nuestro ruedo democrático hay solo enemigos a destruir, ya no quedan simples adversarios que pueden ser algún día tus aliados. Olvidan que cuando el conflicto se agudiza, “incluso el diablo resulta un aliado conveniente”(Churchill).

Ojalá volviera Mercury en vivo, y surgieran tenores políticos con talento. Pero ya no hay ni “negros” que redacten hermosos y conciliadores discursos, ni cronistas parlamentarios ocurrentes, como Luis Carandell o Cuco Cerecedo (ex de la USAL). La vulgaridad y el improperio campean en nuestras cámaras, desde que un chuleta madrileño, doctor habiendo plagiado, codicioso de poder, y sin escrúpulos, llamó “indecente” en televisión y en directo, al entonces presidente del Gobierno, Rajoy. Y en esa dialéctica estamos. No en la de “los puños y las pistolas” de Primo de Rivera. En la del desprecio absoluto del adversario.

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