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Ruidos

Miércoles, 27 de febrero 2019, 10:22

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Dicen que fue Napoleón quien dijo que la música era el menos molesto de todos los ruidos. Si realmente lo dijo tenía razón, aunque sin dejar por eso de ser una definición bastante desconsiderada de esta expresión artística, tan amplia, variada y rica en matices que llega a todos los gustos, menos al de Napoleón, dejando ver con ello que algo en él fallaba y que por muy Emperador que fuese no era perfecto. Cierto es que la música, por muy bien que suene no deja de ser un cúmulo de ruidos armónicos, pero ruidos al fin y al cabo.

La RAE es menos contundente en su manera de definirla, se explica más, le resta dureza y acepta la música como el “arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente”. Bonita definición que marca entre el Emperador y la RAE una diferencia insalvable de sensibilidades, tanto como la que hay entre un ruido que crispa los oídos y una melodía que los relaja.

Mal viviríamos si solo oyéramos ruidos a nuestro alrededor y no fuésemos capaces de extraer de ellos lo mucho que de música tienen. Salir a la calle en una ciudad es meterse de lleno en un ambiente ruidoso, que nos llega desacompasado y al que si prestáramos atención, no oiríamos, sino escucharíamos, porque entre escuchar y oír hay diferencias. El ruido urbano si se sabe escuchar es atractivo, relajante, bello como un concierto.

Sin ir más lejos. Pasear por Salamanca con la antena puesta permite a quien quiera empaparse de la ciudad en todos los sentidos escuchar el crotorar de las cigüeñas, el arrullo de las palomas, el trino de los gorriones, la algarabía de los estorninos, en medio de ese murmullo que el simple movimiento produce, el ir y venir de la gente, el tráfico, ruidos que acompañan durante el día como un susurro al que se suman ambulancias, bomberos o policías abriéndose paso a fuerza de sirena, el carrillón de los dominicos llamando a la misa vespertina o la campana grande dando las horas desde la torre de la catedral, mientras se filtran las notas de un guitarrista callejero que interpreta a Tárrega, las de un violinista a Schubert, las de un acordeonista que toca tangos mezcladas con las de un percusionista que improvisa sobre la marcha todo cuanto da de sí unas cuantas latas puestas a su alrededor, las del eco perdido de una banda ensayando una y otra vez marchas procesionales o el de un tamborilero más perdido todavía dando la nota, ruidos de la calle que la vida genera y que añadidos a la belleza monumental del entorno reúnen esencias de un poema sinfónico.

Y para rematar un ruidoso fin de semana, la Joven Orquesta Sinfónica Ciudad de Salamanca dando la talla en el CAEM. Un lujo para no perdérselo, ejemplo de una juventud disciplinada, dispuesta y comprometida que echa fuera lo que lleva dentro en esta ocasión a costa de Tchaikovsky, Rossini, Johann Strauss, Ferdinand David y su “Concertino” para trombón que perfeccionó el jovencísimo Iván Plaus, dirigido por Álvaro Lozano. Ver y oí algo así en una sociedad tan falta de valores infunde esperanza. Lo he dicho en otras ocasiones, me repito y espero seguir repitiéndome.

Piensa mal y acertarás, dice la gente. Pues yo pensé mal y por lo que viene siendo noticia creo que acerté sobre el rocambolesco asunto de Silvia Clemente. Supongo que esta espantada en momento tan oportuno perjudicará al PP, aunque no sé cuánto, y beneficiará a Ciudadanos, aunque no creo que tanto como esperan sus estrategas. Ha sido una cantada que ha sacado a la luz mucha mierda. Sus consecuencias, de momento, no han reflejado las encuestas (centradas en las generales), encuestas que me llegan a la vista y al olfato como a los oídos de Napoleón la Sinfonía que su contemporáneo Beethoven le dedicó [la 3ª, titulada “Heroica”] digna de la grandeza del Emperador, hasta que el Emperador dejó de ser digno de la grandeza de la Sinfonía y retiró de un plumazo la dedicatoria escrita en la partitura original. Fue el gesto de la autocoronación lo que echó por tierra su grandeza hasta entonces incuestionable. Que aprenda la lección de esta historia la ya cuestionada señora Clemente.

En fin, ya lo dijo el filósofo aquel: “porca miseria”.

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