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ACABA de publicarse en español un libro que su autor editó en Portugal en 1938 y que nunca quiso que se tradujera al castellano. El autor se llama Wenceslao Fernández Flórez, habilísimo escritor gallego que mi padre admiraba -y con cuánta razón-, y del cual he leído yo casi toda su obra literaria.

El libro lo acaba de editar Ediciones 98 y se titula ‘El terror rojo’. Narra en primera persona buena parte de las barbaridades y asesinatos que se cometieron en la retaguardia madrileña durante la guerra civil. Es una buena muestra de lo que la “memoria histórica” (ahora “memoria democrática”) quiere ocultar.

La recuperación de la “memoria histórica” cayó en manos de los antifranquistas sobrevenidos y se centró -básicamente- en dos ítems:

a) Las fosas donde se había enterrado clandestinamente a una parte de los asesinados por los franquistas. Buena parte de ellos fueron enterrados en los descampados y ni siquiera pasaron por la pantomima de los tribunales que, sin garantía procesal alguna, llevaron ante el paredón a otra mucha gente.

b) La eliminación de los símbolos públicos de la dictadura franquista.

Valga como definición de “memoria histórica” la del historiador Santos Juliá, que me parece clara y precisa: “Memoria externa, social, histórica, es el relato de acontecimientos históricos que ciertos miembros del grupo elaboran o producen en el presente sobre una selección de materiales del pasado”.

A lo que es preciso añadir lo que ha escrito el mismo Juliá: “Las huellas del pasado, por muy traumáticas que sean, permanecen en el presente sometidas a las reinterpretaciones que impone el paso del tiempo, la acumulación de nuevos conocimientos y vivencias y la aparición en el debate público de nuevas generaciones a las que les han sido ahorrados los sufrimientos de sus antepasados”.

Pues bien, estas barbaridades se quieren agrandar con una Ley de memoria democrática que espero que no llegue a puerto, y que si llega el próximo Gobierno de centro derecha no haga como hizo Rajoy, que no abolió la Ley de Memoria Histórica de Zapatero. Eso sí, que lo haga sin eliminar los derechos de los asesinados de uno y otro lado a ser enterrados como es debido donde quieran sus familias, y que el coste vaya por cuenta del Estado. El duelo exige la presencia de los cadáveres y en este terrible caso español el Estado ha de hacerse cargo de los entierros sin que ello quiera decir que los asesinatos se produjeran en una sola retaguardia.

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