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La España contemporánea no ha conocido peores padres putativos de la patria que los que hoy sufrimos. La recientísima investidura constituye el último capítulo, hasta el presente, de una cadena de despropósitos que parecen no tener fin. Poco cabe esperar de los políticos que hoy rigen nuestros destinos, porque todos son corresponsables de la situación a la que hemos llegado.

Inició bien la partida el Rey, encomendando a Pedro Sánchez la tarea de formar un gobierno. Dos veces consecutivas triunfó en las elecciones porque así lo quisieron los españoles. Lamentable fue el papel de quienes decidieron de antemano negarse a toda clase de acuerdo con su partido, ignorando que la transacción es la base de la democracia. Estarían demasiado atareados en ese sprint final que otorga al segundo el liderato de la oposición. En esa carrera, alguno terminó en la cuneta. Sólo el extremismo resultó beneficiado.

Tras meses de negociación, Pedro no quiso cerrar un gobierno con Pablo porque los gurús del CIS le mostraron el paraíso de unas nuevas elecciones. Mientras, Pablo vivía sus horas más bajas desde que se metió en esto de la política. Los ahora coaligados parecía que se abrazaban, pero era para no caerse, y lo dicho en campaña se lo llevó el viento. Atomizado el parlamento, la necesidad de alcanzar el mínimo forzó a Pedro a iniciar unas conversaciones absolutamente opacas con quienes parten de la idea de independizarse de España, que es un objetivo legítimo, pero que incapacita políticamente para colaborar en la gobernabilidad del Estado desde la trinchera de la abstención. Al debate de investidura me remito.

Y ahora llega la resaca. Envuelto de rojo y gualda, el bolchevismo postmoderno de los caminantes verdes promete tomar las calles, ejerciendo nuevamente ese patrioterismo histriónico propio de quienes se creen los únicos y auténticos españoles. Cuidado, porque el producto se vende bien —casi tanto como la participación de Cristina Cifuentes en Supervivientes— y todo gobierno tiene derecho a sus cien días.

Acierto y suerte le deseo al nuevo Ejecutivo. Soy escéptico, pero me alegraré infinito de que la política sea, como creyeron los ilustrados que debía ser, el arte de hacer felices a los pueblos. Más nos vale.

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