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Sé que para las nuevas generaciones llamar “hermanas” a Venezuela, o a Bolivia, o a Nicaragua, no digamos a Filipinas (que les sonará a chino o a cerca de China) no tiene ningún sentido, pues no tienen ni idea de lo que nos une con esas y otras naciones y culturas (pongamos que hablo de los indios Pueblo de Estados Unidos o de los sefarditas). Y es que en una sociedad en la que ni el presente tiene consistencia, la Historia misma es una antigualla, algo inservible que, como mucho, comienza con Steve Jobs. Lo de antes, puro aburrimiento: donde esté Dua Lipa que se quite Mozart, ¿verdad?

... Pues sí, Venezuela, Bolivia o Nicaragua son nuestras hermanas, o nuestras hijas si no nos avergonzamos de ser la madre patria de todas ellas. Y sufro de ver en vivo y en directo como España abandona a sus hermanos, a sus hijos, como está ocurriendo con la Venezuela chavista, país arrasado por el totalitarismo comunista, la corrupción, la muerte y la miseria, mientras en la España democrática, en realidad una España reaccionaria y fratricida, seres salidos del mismísimo infierno, como Pablo Iglesias o José Luis Rodríguez Zapatero, la defienden a ultranza para proteger sus oscuros privilegios, acelerar la destrucción de nuestra sociedad y, de paso, arrasar con la democracia más estable que hemos conocido (y disfrutado), la que vivimos antes del desembarco de los populismos callejeros y digitales.

Por todo lo expuesto, sólo sentí tristeza y mucha desesperación cuando, el pasado domingo, una imagen publicada en LA GACETA mostraba a cuatro personas, cuatro, protestando en la Plaza Mayor contra el horror de la Venezuela chavista. Cuatro personas, imagino que venezolanos asilados o simplemente huidos, porque España ni está ni se la espera, ocupada en ocultar la corrupción de sus indeseables y el reguero de petrodólares para financiar la caída de Occidente que abandera Podemos, de lo cual se enorgullece sin miedo ni vergüenza.

(Y como hubiera dicho el gran Forges, no nos olvidamos tampoco de Siria, queridos solidarios hipócritas)

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