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Me quedo con destellos, con momentos, porque el todo es inabarcable. Me quedo con los pies descalzos, ateridos, de los penitentes del Cristo de la Luz, expuestos a una sensación térmica del diablo en el Patio de Escuelas y sujetos a su cruz por un juramento tan crudo y excelso como la vida misma: «Os lo premien, y si no, os lo demanden».
Me quedo con la imagen de la Madre doliente, tímidamente asomada a los umbrales de la catedral, deseando salir al abrazo un año más y al mismo tiempo en actitud de aceptación a una más alta voluntad y bendición a los congregados. Me quedo con la imagen de esos más pequeños y no por ello menos importantes cofrades, algunos incluso con chupete, que sin siquiera sospecharlo y desde su deliciosa inocencia muestran al mundo una luz cuyo fulgor crece proporcionalmente a la ordenada efectividad con la que la tiniebla se empeña en expandirse.
Y me conmuevo especialmente con esas procesiones de nuestros pueblos, a las que La 8 tiene injustamente tan abandonadas en sus retransmisiones y que son manifestación pertinaz de una fe arraigada con la fuerza de la supervivencia. Cada una de esas procesiones es un milagro que camina. Quizá con menos atrezo y más modesto porte que las capitalinas, pero expresión más pura si cabe, en su sencillez, de un mensaje que no requiere de gran adorno ni boato, ni siquiera atención televisiva, para alcanzar y herir a los corazones de piedra.
Pero sobre todo me quedo con el estupor del observador ajeno, ese que no acierta a entrar en el Misterio y que no logra explicarse qué hacen 29 millones de españoles enredados entre pasos, nazarenos, palios y música sacra. Ese que busca explicaciones sociológicas, económicas o algorítmicas para enfrentarse a lo incomprensible. Son cerca de uno de cada tres, el 61% según el CIS, los españoles de toda idea y condición que participan habitualmente en esa celebración colectiva, seguramente la que más nos defina en conjunto y a la vez la que más contrasta con nuestro día a día. Un oxímoron en sí misma. Son 5.332 las cofradías inscritas en el Registro de Entidades Religiosas las que interpelan al observador perplejo, rendido ante la evidencia de esta locura de amor y redención que sale a la calle sin complejos. Se trata de una afirmación tozuda que surge de lo más profundo del alma de tantos, pero tantos, que interroga al mismísimo Concilio Vaticano II, que miró con cierta desconfianza a esta «religiosidad popular». Nuestra Semana Santa desinhibe una pulsión de trascendencia irrefutable, un anhelo de entidad indiscutible, un ansia de escrutar más allá de la rutinaria y desangelada existencia para envolver la propia vida y enlazarla con su significado.
No falta, claro está, quien aturdido por su contundencia evita esta declaración de soberanía espiritual. Un ramillete de capirotes es capaz de desencajar la más recalcitrante negativa a la vida. Un tambor cofrade, que marca el paso del triunfo sobre la muerte constituye el más sonoro tratado de teología que jamás se haya escrito, incluso en Salamanca. La luz es tan cegadora que hay quien necesita mirar hacia otro lado. Son los mismos que regalan a mansalva indultos sin mediar arrepentimiento los que lo deniegan cuando verdaderamente se hace presente la posibilidad de reinicio, cuando la vida con mayúsculas se abre paso. Pero, a pesar de la ausencia de respuesta por parte del Consejo de Ministros a los indultos solicitados por las cofradías, la Hermandad del Perdón logró este año la libertad condicional para un preso de Topas y con ello nos devolvió la esperanza de ser también perdonados todos. Con eso me quedo. Con ese renacer que va mucho más a allá de la feliz primavera que nos desea alguna televisión. Con el nuevo sol que se impuso ayer a la enojosa inestabilidad y permitió las procesiones del Encuentro en toda la provincia.
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