Señor alcalde
El alcalde de pueblo es el último bastión de la política vocacional, el único ya que llega más por compromiso que por cálculo
Es el mayor reconocimiento posible, en las calles que te han visto crecer. La mayor muestra de aprecio y de confianza que pueden expresar tus ... paisanos hacia tu persona, se resume en estas dos palabras: señor alcalde. Y esto es así desde que se celebraron en España las primeras elecciones municipales, el 3 de abril de 1979, un hito en la consolidación de la democracia, apenas unos meses después de la aprobación de la Constitución. Era la tercera convocatoria electoral en menos de un año y supuso la instalación del sufragio universal en los ayuntamientos, un terreno político arriesgado, poco agradecido y peliagudo en su dificultad. Porque desde La Moncloa se miente y sale gratis, se malversa a mansalva sin que aparentemente nadie se percate ni asuma responsabilidades, se perpetra desde la lejanía de todo y de todos. Pero en los pueblos, en las distancias cortas, nos conocemos bien; no hay secreto médico, profesional, ni bancario que valga; y la política se practica en un cuerpo a cuerpo entrelazado con una tupida red de pequeños acontecimientos personales y familiares imposible de desbrozar. A las municipales se presentan los candidatos a pecho descubierto. Las banderas de los partidos no sólo no ayudan demasiado, sino que a menudo estrangulan. Y una vez en el Ayuntamiento, en esta España vacía nuestra, se convierten en gestores de la escasez, en agotadora cruzada contra el deterioro y el abandono, sin más armas a veces que la ilusión por mantener en pie una realidad por la que nadie más daría ni un duro. Por eso deseo rendir desde aquí un homenaje a nuestros alcaldes, a todos ellos, suscitado tras conocer gracias a La Gaceta que algunos de ellos están recibiendo amenazas, incluso de muerte, y que hay casos en los que la presión lleva al extremo de dejar el cargo para el que han sido elegidos por el pueblo soberano. ¡Qué vergüenza!
Hay, por supuesto, alcaldes mejores y peores. Los que trabajan a brazo partido poniendo dinero de su bolsillo y los que se colocan un sueldo o usan la alcaldía como mera plataforma a la Diputación. Los hay apóstoles del servicio y otros más interesados. Los hay sin casa en el pueblo y los que convierten su mesa camilla a la lumbre en oficina abierta las veinticuatro horas. Pero todos ellos merecen nuestro respeto y, voy más allá, agradecimiento. Llevan a cabo una política que no sale en los telediarios, no se discute en tertulias ni se mide en las encuestas. Una política sin gabinete de prensa, sin asesores de imagen, sin trending topics, que es sin duda la más genuina. El alcalde de pueblo, como habría dicho Ortega, vive en la circunstancia más que en la ideología. Y por eso es admirable, sin que importe aquí su color, raza o pedigrí. Esos alcaldes amenazados deben saber que no están solos.
No hay político que merezca mayor respeto que el que lleva en su maletero la ayuda de alimentos hasta la puerta del beneficiario, el que conoce el nombre del perro del vecino y el que se presenta en el tanatorio sin corbata. Es humano, y por tanto yerra, pero para esos errores, si llegan a delitos, están los tribunales. Tan sencillo como presentar una denuncia. Y para el resto de los errores, están las elecciones. Sano es escrutar las decisiones de todos los alcaldes, pero preservando el valor que se mide en cercanía, presencia, en esa forma de autoridad que no se impone, sino que se gana. «Gobernar es poblar», no sé bien si lo escribió Alberdi o Sarmiento, y el alcalde de pueblo gobierna sin épica, a ras de suelo. Procuremos que lo haga con dignidad que merece. Sobre todo porque el alcalde de pueblo es el último bastión de la política vocacional, el único ya que llega más por compromiso que por cálculo. El último que no se defiende con argumentarios, sino con hechos. «La política debe ser la expresión de la vida», decía Simone Weil, y en los pueblos la vida tiene nombre, apellidos y generaciones de convivencia.
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