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En efectivo, por favor

¿Qué sería de mí sin mi ajada tarjeta de una sucursal de Salamanca, con la que viajo constantemente por varios continentes?

Lunes, 16 de junio 2025, 05:30

En muchos de los puestos de comida rápida asiática en el centro de Frankfurt, en el entorno de la sede del Banco Central Europeo, cuelga junto a la caja el letrero «sólo en efectivo», tan sospechoso como el relleno de sus lóbregos dumplings de tofu. A veces he pasado de largo, aunque apretaba ya la gazuza, porque considero el pago digital un procedimiento básico. ¿Qué sería de mi sin mi ajada tarjeta de una sucursal de Salamanca, con la que viajo constantemente por varios continentes y con la que he llegado a pagar sin incidencias desde en iglús de Groenlandia hasta en ignotos pueblos de la costa del Pacífico, a los que se puede llegar sólo en barco? Me sorprendía, además, que tan cerquita de la Eurotower, desde donde se lucha a diario contra el dinero negro, proliferase con semejante facilidad este tipo de negocios, que queda al margen de cualquier esfuerzo de contabilidad pública alemana. Esta última semana, sin embargo, he llegado a simpatizar con los sollastres orientales. La estadounidense Pay-Pall ha empapelado Alemania con una campaña de cartelería agresiva, una declaración de guerra al efectivo, que intenta denostar su uso y trata como el eslabón perdido a los alemanes, por ser los europeos que más lo siguen usando. Con frases como «amas el dinero en efectivo, pero, ¿alguna vez te ha correspondido?» o «compra ahora y paga más tarde, eso no lo puede hacer el efectivo», pretende forzar su penetración en las cajas de las tiendas físicas, que le plantan resistencia. Y hacen bien. Con Trump en la Casa Blanca, lo más sensato es desconfiar de todo lo que contenga barras y estrellas. Pero, además, es justa la cruzada contra la estrategia de coerción del «sólo digital». Resistiremos.

El dinero en efectivo fue el único amigo de los argentinos, durante el «corralito» de 2001, mientras veían que su dinero en las cuentas bancarias desaparecía de un día para otro. Lo mismo ocurrió en Grecia en 2015, cuando la crisis de la deuda llevó a los bancos a limitar las sacadas en cajero a 60 euros diarios y los negocios admitían solamente el papel moneda como garantía de intercambio. Un caso más reciente es el apagón de Amsterdam en 2022, cuando un fallo eléctrico dejó inoperativos los sistemas de pago digital y sólo se pudo seguir pagando en efectivo. La lección es clara: en situaciones críticas, el dinero físico es el único respaldo real de acceso a bienes y servicios.

Ese tipo de situaciones críticas, por otra parte, no está tan lejos. Tenemos bien presente nuestro propio apagón y hasta el BCE está advirtiendo que la expansión de las criptomonedas supone ya un peligro para la estabilidad de los sistemas financieros. Lo ha reconocido esta semana Klaas Knot, presidente del Consejo de Estabilidad Financiera del BCE y gobernador del Banco Central de los Países Bajos: cualquier shock en el mercado de criptoactivos, ya fuera un desplome de precios o pérdida de confianza, tendría repercusiones importantes en la estabilidad financiera, lo que a su vez impactaría en la economía real y el flujo monetario. Y cuando todo falla, el efectivo sigue funcionando.

El contante y sonante es además un reducto de libertad y privacidad. Cada transacción electrónica deja un rastro, almacenado por bancos, empresas y gobiernos pero al que el ciudadano queda ajeno. Y quien controla el dinero digital, controla la vida cotidiana de la gente. En un mundo que avanza correctamente hacia la digitalización, sería un error deshacernos por completo del efectivo. Deben convivir. El efectivo es el fuerte de resistencia ante la vulnerabilidad del sistema digital, la garantía de disponibilidad de nuestro propio dinero y nos hace mucho más humanos, porque nos permite gestos como dejar unas monedas en la funda de la guitarra de un músico callejero, darle una propina al nieto los domingos o jugarnos a cara o cruz a quién le toca sacar la basura.

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