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Bajo las bóvedas del Salón de la Coronación del Ayuntamiento de Aquisgrán, el tiempo parece detenerse y envolver las palabras con su eco. Sus muros, entre los que la historia no se anota, sino que se siente, resguardan las huellas de un sueño a la altura de emperadores, el de una Europa unida y en paz, que nuestra generación ha tenido el inmerecido privilegio de disfrutar y que, como cualquier heredero ajeno al esfuerzo de los edificadores de un proyecto, parece estar ahora dilapidando, indolente. Es en este espacio, poblado de dorados reflejos que acarician cada rincón, como tributo silencioso a la grandeza de esa idealizada Europa, en el que cada año se hace entrega del Premio Carlomagno a una personalidad destacada en su defensa. Esta vez la galardonada era Ursula von der Leyen, pero ese fue sólo el pretexto. En ese reducto, donde late con delicada insistencia lo más elevado del europeísmo, dirigió a los presentes un discurso muy reseñable Felipe VI el pasado jueves.
El Rey se refirió expresamente, «a las voces que tratan de explotar la actual incertidumbre para cuestionar aún más la integración de la UE, voces que resuenan en toda Europa y a las que todos deberíamos desafiar». «¡Tenemos que enfrentarlos!», arengó contra «voces peligrosas y equivocadas que argumentan que los europeos serán más libres, más independientes y soberanos si viven en comunidades políticas nacionales separadas y trabajan solos para hacer frente a los desafíos globales». «Nada más lejos de la realidad», rechazó el monarca, «esta creencia reduciría a los ciudadanos europeos a residentes de estados disminuidos e impotentes, expuestos y vulnerables a los caprichos de los demás». «Si esta visión estrecha prevaleciera, asistiríamos al debilitamiento de la UE, al desmantelamiento de algunas de sus herramientas más importantes que se construyeron para procurar prosperidad a los ciudadanos europeos y a una drástica reducción de su capacidad de actuación en el escenario global», advirtió.
«Europa necesita desarrollar su poder duro, y tenemos que hacerlo juntos. No puede haber seguridad sin una visión de conjunto, sin una estrategia compartida, sin una determinación común», abanderó la necesidad de una política común de Defensa, y argumentó que «no es posible responder eficazmente con 27 políticas de seguridad y defensa desconectadas, ni con 27 procesos de adquisición (de armas) diferentes que dan lugar a estructuras de fuerza fragmentadas» y llamó a «garantizar la construcción de una arquitectura de seguridad europea duradera, que pueda evitar acciones ilegales similares en el futuro», en referencia a la invasión rusa de Ucrania.
Poco se ha hablado de este discurso, especialmente cuando el Gobierno de España está lastrando la seguridad europea y periódicos en diversos idiomas se mofan de las tramposas cuentas de la inversión española en Defensa, estas palabras cobraban relieve añadido. Felipe VI alertó sobre el surgimiento de «un escenario global moldeado más por el poder que por las reglas» y señaló que «en un mundo de gigantes, tener una sola voz, o una clara y poderosamente concertada, tiene que ser la respuesta».
Si, tras la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama vaticinó en 1992 «el fin de la historia», el discurso hablaba en presente del fin del fin de la historia y el Rey rechazaba la pasividad, en la línea de uno de los grandes maestros en historia de la guerra, el británico Michael Howard, que en 2000 publicó «The invention of peace and the reinvention of war». En sus páginas recogía su preocupación por el olvido del hecho de que la paz no es sólo la ausencia de guerra, sino el resultado de la combinación de inteligencia y voluntad. Un esfuerzo cotidiano de disuasión, resultado a su vez de la fórmula que empareja diplomacia y fuerza, sin la que Europa es sólo un conjunto de estados tan ricos como vulnerables que han confundido torpemente el PIB con la estabilidad, el poder y la influencia.
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