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A diferencia de todos los políticos a los que oigo cantar alabanzas sobre la bicicleta, yo sí he movido gran parte de mi vida sobre dos ruedas. Y conviene que alguien con experiencia directa sobre el asunto aclare un par de puntos sobre esa mística del pedal, bastante fantasiosa desde el punto de vista del afectado.
Excluyo de esta exposición los veranos en el pueblo, porque ahí no hay pega que valga. Es más, la libertad de los niños con sus bicis en espacios sin regulación es un paraíso definitivamente perdido y nuestra civilización tendrá algún día que responder por ello. Me refiero a la vida real, a la de levantarte por la mañana, secar el sillín de la humedad y el rocío, enfundarte unos guantes que apenas evitan que dejes de sentir los dedos y llegar a tu puesto de trabajo necesitando una segunda ducha.
Empezaré diciendo que, si he podido utilizar la bicicleta como principal medio de transporte, es porque durante décadas he residido en Berlín, una ciudad radicalmente plana. Seguiré mencionando que llegó un momento en el que, sí o sí, hube de claudicar: el séptimo mes de embarazo de mi segundo hijo. Porque quienes hacen apología de la bici deben pensar que hablan para un público exclusivamente aristocrático, formado por jóvenes solteros, que jamás enferman y sin hijos ni ancianos a su cargo.
En cuanto sacas un pie del tiesto de la no natalidad y la eutanasia de gatillo flojo, en cuanto pisas el día a día de cualquier currante, que ahora se llama clase media, la cosa de la bici se complica.
Sí, he tenido una sillita de niño anclada al asiento de atrás y, sí, también un carrito remolque en el que cabían otros dos. ¡Qué remedio! Pero eso está muy bien para dar un paseo distendido por el parque en fines de semana soleados, no para hacer el reparto panadero a la guardería y al colegio, a primera hora de lunes a viernes, en el que participan también los bebés, todavía no escolarizados pero que no pueden quedar sólos en casa mientras tanto.
Que yo sepa, nadie ha inventado un patín adjunto sobre el que arrastrar a los abuelos, que tampoco pueden pedalear por su cuenta y a los que es necesario acompañar, por ejemplo, a las citas médicas. Aunque, tiempo al tiempo. Y aprovecho aquí para añadir que ni para llevar a los bebés de meses a los controles pediátricos, ni a los mayores a sus consultas, es recomendable tampoco el transporte público, insalubre sobre todo en temporada gripal.
Quienes recomiendan tan alegremente la bicicleta seguramente no han caído tampoco en la cuenta de que la compra no cabe en la cesta de la bici. Olvidan que hay gente que no vive como yo, en el centro, sino que ha de recorrer decenas de kilómetros para ir y después para volver. Por no hablar de la seguridad: ahí donde el denostado coche, en caso de accidente, ofrece su chapa como escucho, en la bici el impacto se ceba en los hombros, la cadera y el cráneo, que son los que paran los golpes. Y todo esto en un mundo idílico, en el que no nieva ni hay olas de calor, en el que no es necesaria la puntualidad, un mundo cuesta abajo, que sólo existe en la imaginación de quienes no se han subido jamás a una.
Sin duda se trata de un medio de transporte limpio, aunque no tan saludable como cuentan. Las lesiones son numerosas.Y requiere tal nivel de esfuerzo que termina siendo un poco nazi: sólo apto para los más fuertes y último recurso de los más pobres. Mientras siga teniendo fuerzas, continuaré pedaleando. I love carril verde.
Me considero una gran defensora de la bicicleta porque hechos son amores. Pero hablemos claro: si hubiese tenido una mínima posibilidad de cumplir con todas esas responsabilidades en Lamborghini, lo reconozco, no lo habría dudado.
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