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CHURRAS Y MERINAS

El perfecto pescador de caña

Dice Walton que la pesca combina la contemplación y la acción, algo con lo que Unamuno concuerda

Domingo, 1 de diciembre 2024, 06:00

La noticia apareció el viernes en LA GACETA. Un pescador salmantino, Juan Curto, logró capturar con su caña la que podría ser la mayor pieza conocida hasta ahora en el Tormes: una carpa de casi dos arrobas, acaso la más voluminosa jamás lograda por estos pagos fluviales. Media hora de reloj requirió la dura brega hasta que por fin nuestro pescador consiguió sacar el pez fuera del agua. Con ayuda, eso sí, dado el cúmulo de cañas, ramajes y maleza que festonea el discurrir del padre Tormes por la zona.

Este notable hecho trajo a mi memoria el recuerdo de un libro ya clásico y considerado como ejemplo de la prosa inglesa del XVII. Su título es «El perfecto pescador de caña», y su autor Izaak Walton, figura literaria bien conocida por el número de biografías que escribió y por ser, además, comerciante y hombre de negocios. El libro sobre la pesca se publicó por vez primera en 1653, gozó de extraordinaria popularidad, tuvo numerosas ediciones y contribuyó a forjar la imperecedera fama de su autor. La traducción al español, que yo sepa, no tuvo lugar hasta mediados del siglo pasado, y se vende en edición facsimilar con un prólogo que Unamuno escribió en 1904 tras haber leído el original inglés y que lleva por título «Después de leer a Walton». Don Miguel, que confiesa en su ensayo no haber pescado nunca, se maravilla ante «la dulcedumbre y musicalidad del discurso»; considera que la obra de Walton merece entrar en «el caudal perenne de la literatura universal». Constituye una hermosa descripción de los usos y costumbre de la época y, desde luego, me consta que aún ahora se sigue regalando a los pescadores de caña.

Como la memoria, selectiva y caprichosa, nos lleva por curiosos vericuetos, a mí me ha trasladado a la época juvenil en la que también fui pescador. En dos modalidades: a caña y a mano (esta última legalmente sancionada, pero no por ello menos gratificante y concienzudamente practicada, dada la natural querencia hacia lo prohibido). Aún recuerdo el tacto de la primera trucha que tuve en mis manos.

Dice Walton que la pesca combina la contemplación y la acción, algo con lo que Unamuno concuerda plenamente. Pocas actividades llegan a absorber tanto la atención como recorrer el río en busca de un hueco donde poder aproximarse al agua, escrutar con cuidado para ver si las truchas se están cebando, colocar el cebo con cautela, dejarlo caer en el sitio adecuado, mover delicadamente el puntal y esperar a sentir con la emoción contenida los breves tirones, las anheladas sacudidas indicadoras de que el pez se está enganchando en el anzuelo; y, si hay suerte y no se suelta, tirar sin que se enrede el sedal, para cobrar por fin la pieza que se contorsionará febril fuera del agua. En fin, los pescadores tormesinos saben, cómo no, mucho de eso.

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